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Autor: Maestro Andreas

martes, 9 de octubre de 2012

Capítulo I



Seguía sin saber que pretendían de él y por las veces que viera la luz a través de una rendija en los postigos de la ventana, calculaba que debía llevar unos cinco días encerrado en aquel recinto oscuro.
Sólo se iluminaba cuando venían a verlo y encendían una o más antorchas de las que estaban adosadas a los muros de piedra. Y eso era si quien lo hacía era el bello joven que le hablaba amablemente y lo trataba como a un ser humano.
Además era quien le traía la comida y lo limpiaba con cuidado usando lo que llamaba una esponja y le aplicaba aceites sobre la piel después de secarlo con paños muy limpios y suaves.
Pero no ocurría así si el que aparecía era ese hombre al que el otro llamaba amo.
La voz de ése no era cariñosa, sino autoritaria y le daba miedo cuando se acerca mucho a él.
Y más aún al desnudarlo del todo y observarlo largo rato sin pronunciar palabra ni tocarle un solo pelo.
Entonces lo asustaba de veras, porque los ojos de ese tío lo miraban de un modo extraño y le daba la impresión de ser un trozo de carne al que le quieren hincar el diente.
Desde el día en que apareció ese hombre, lo sacaron de la estancia en que lo había metido el otro joven y nunca más volvió a ver la luz del sol.
Lo que no cambiara era el collar que le pusieron al cuello ni la cadena que lo ataba a la pared.
Pero lo que más le molestaba y hasta le dolía era que le encadenasen las muñecas son esos grilletes de hierro tan pesados.
Unicamente se los ponían si el que llamaban amo quería tocarlo y examinarle el cuerpo más de cerca.
Y en esos casos, antes entraban los otros dos muchachos de voz atiplada y que vestían de una manera no usual, acompañados de otros dos negros grandes y muy fuertes que iban con atuendos parecidos a ellos.
O al menos él nunca viera a nadie con esas ropas en las tierras donde había crecido.
Allí le habían hablado de otras gentes a las que llamaban moros, pero no había visto ninguno de cerca, ya que por aquellos lugares no había nadie de esa raza ni acostumbraban a ir por esa parte en el extremo del mundo.
Una vez le contaron que desde otra ciudad llamada Córdoba y hasta esa que tiene el nombre del santo que dicen que allí está enterrado, un rey hizo llevar las campanas de esa gran catedral, a la que muchos peregrinan, a hombros de esos infieles que vestían de la misma guisa que esos chavales tan morenos y los negros.
Recordaba que fue esa otra tierra, donde el mar entra en la tierra y se vuelve río, la que vio desde muy pequeño, hasta que tuvo que irse perseguido por haberse peleado con otro chaval más grande que él y herirle en la cabeza.
Le gritaban y le llamaban hijo de los diablos rojos y que aunque no se le viesen todavía, también tenía cuernos en el cráneo como ellos.
Otros, nada más verlo, el llamaban hijo del demonio vikingo y también le tiraban piedras si se acercaba demasiado.

Allí su vida no fue muy agradable ni fácil y por eso decidiera irse y conocer otros lugares.
Trasteó por varios y se fue alejando cada vez más del mar y de las verdes costas donde naciera.
Y tuvo la desgracia de meterse en ese bosque del infierno y tropezar con una raíz que sobresalía de la tierra.
Y al caerse, rodó por el suelo y se debió dar con algún canto que lo dejó sin conocimiento.
Y ya no recordaba nada más hasta que despertó en una cama y al entreabrir los párpados vio a ese hermoso joven, que le sonreía, y a otros dos más morenos que lo miraban como a un bicho raro.
Cómo le gustaría ahora estar de nuevo al borde del mar y sentir la brisa en la cara o mojar los pies en la playa recogiendo conchas o lanzando piedras para hacerlas saltar varias veces sobre la superficie del agua.
O subir río arriba contra corriente y pescar un gran pez clavándolo en un junco bien afilado en la punta.


Un hombre anciano le dijo que el agua del río no venía del mar como creía.
Sino que era al contrario, ya que el río, que era dulce, nacía en la montaña e iba corriendo para morir en la mar salada.
A él eso le daba igual, porque el río era río y el mar era mar.
Y ni uno se salaba ni la otra se volvía dulce al unirse.
Y a veces le daban ganas de decirle a ese joven que era dulce como el río, mientras que ese amo que tenía le parecía salado y turbulento como el mar cuando se encrespa y las olas se elevaban como queriendo tocar el cielo.
Por eso le hablaba a este muchacho tan guapo y agradable y no abría la boca para nadie más.
Y menos ante el hombre duro y fuerte que lo acojonaba con sólo verlo.
El primer día que aquel hombre fue a verlo acompañado del joven, no le pareció tan terrible.
Pero al quedarse desnudo y ver sus ojos que lo quemaban donde los posaba, se amilanó y recordó otra ocasión en que un cabrón quiso meterle el carajo por el culo.
Aquel desgraciado no salió bien parado del intento, porque, por mucho que quiso amarrarlo con las manos, él se zafó y se revolvió contra el fulano clavándole un cuchillo de monte casi en los huevos.
El puto tío berreaba como un marrano a punto de morir a manos del matarife y él se echó a correr dejándolo que se desangrase y muriese lentamente en el monte si antes no daban cuenta de él una jauría de lobos.
Y pensar que ese bosque le pareció un lugar propicio para conseguir algo de carne para comer.
Y lo que encontró fue la causa del encierro en que se encontraba desde entonces.
La culpa de eso la tuvo querer atacar al dichoso amo del amable joven.
Cuando le agarró el culo y quiso sopesarle las pelotas, no soportó que lo tocase, recordando la otra experiencia sufrida, y le largó un mordisco en un brazo.
Aquel hombre le arreó un guantazo fenomenal y lo tiró por el suelo con un solo golpe. Y mandó que lo amarrasen y lo dejasen a oscuras en ese lugar donde ahora estaba. Menos mal que le daban buena comida aunque no viese el sol y estuviese cargado de cadenas.
Y aunque al principio la rechazaba como rebeldía por no dejarlo en libertad, terminó claudicando y el olor de las viandas que le llevaba el bello muchacho le hizo rendirse a la evidencia de estar preso y mordió el alimento, aunque le costó tragarlo la primera vez.
Sin embargo, al ver como se la ofrecía ese joven tan agradable y cariñoso, que se quedaba a su lado animándole a comer, le fue ganando la voluntad y hasta se alegraba al verlo entrar en su calabozo.

El chico le decía que no estaba en una mazmorra, sino en una habitación del castillo, cerca de la del amo, que era donde él dormía también.
Mas para Sergo aquello era una jaula sin rejas de hierro pero con gruesos muros de piedra, de la que no podía salir.
Aunque lo tratasen bien, estaba cautivo y encadenado.
Y encima ese chaval le repetía una y otra vez que si se portaba dócilmente y acataba la autoridad y voluntad del amo sin revelarse ni pretender huir, saldría de allí y volvería a ver la luz del sol y a notar el aire en la piel.
No entendía que intentaba decirle ese chico con eso de acatar la voluntad del amo.
El no tenía amo ni perteneciera a nadie en su vida.
Por no tener no tenía ni madre ni familia alguna, ni conoció jamás a alguien que le quisiese un poco.
Nunca obedeció a ningún otro hombre y siempre hizo lo que le salía del pijo y cuando le daba la gana.
Era como esa leche que le manaba por la punta de la polla al frotársela con la mano. hacía que le saliese porque sentía la necesidad de sacarla para que el carajo se bajara otra vez y no estuviese duro y apuntando hacia arriba.
Porque además si pasaba un tiempo sin ordeñarse, le dolían mucho los cojones y la parte de abajo del vientre, justo donde ya hacía años le había nacido un pelo rizado y algo más oscuro que el de la cabeza.


Además le gustaba sobarse y acariciarse por esa zona del cuerpo e incluso entre las dos piernas casi llegando a tocarse el agujero del culo.
 Alguna vez se fijara en otros hombres y muchachos ya crecidos como él, al verlos desnudos, y ahí también tenían pelo del mismo color que el de arriba o el de las piernas y el pecho.
Sin embargo el de sus piernas era más claro y si le daba el sol se notaba menos.
Y el de los brazos casi no se veían al llevarlos al aire en el verano.
Pero ya hacía tanto tiempo que le había salido todo ese vello que ya no se acordaba de como tenía la piel antes de eso.
Bueno, suponía que sería algo más clara y suave que ahora, puesto que tampoco estaría tan curtida.
Ni tan tirante, porque también le habían crecido mucho los músculos por todo el cuerpo y le estiraban el pellejo, sobre todo al hacer fuerza.
Los de los brazos parecían que se inflaban al cargar con algo pesado.
Debía ser por eso que le solían decir que era un tío muy fuerte y corpulento.
Ahora no se ponía mucho en pie, pero si estaba a solas con el otro chaval, le ayudaba a levantarse y desde luego le sacaba una cabeza a ese chico, a parte que sus hombros eran más anchos y el pecho se le notaba mucho más que a ese otro.
Pero desde luego y por poco que recordaba su propia cara, no podía ser tan guapo.
El muchacho dulce era tan hermoso que no se cansaba de mirarlo y de tenerlo a su lado aunque no le hablase o sonriese.
Porque algunas veces ese chico se quedaba serio y miraba al vacío como ausente.
Pero le duraba poco tiempo ese lapsus y volvía a dedicarle la mejor de las sonrisas con sus ojos tan oscuros y brillantes como el fondo de un pozo al darle el reflejo de la luna.

No se atrevía, pero le gustaría tocar la piel de ese muchacho, porque olía muy bien y le daba la impresión que debía ser muy agradable al tacto.
Casi como rozar con los dedos una rosa nada más abrirse.
Pero seguramente ese chico lo tomaría a mal y rechazaría su caricia con un mal gesto, o algo peor incluso.
Podría decírselo a su amo y éste, que era mucho más corpulento y fuerte que él, lo azotaría con un látigo por osado y atrevido.
Y, sin embargo, hasta le parecía que en algún momento fue el chaval quién se acercó demasiado a él como queriendo tocarle en alguna parte del cuerpo.
O hasta besarlo.
Pero eso solamente eran fantasías, pensaba Sergo.
Dos chicos no se besan ni se soban.
A un tío tan hermoso no le faltarán mujeres para que lo besuqueen por todas partes. Pero la prueba de que él no era bello, estaba en que jamás había besado a otro ser ni follado con ninguna hembra.
Eso sólo se lo había visto hacer a otros en algún bosque o corral.
O, por supuesto, al ganado y a los perros.
Y pensar en eso se la ponía mucho más empinada y, sin tocarla, le babeaba el pito como si se lo frotase para aligerar la leche.
En esos momentos, recordando todo eso y al bello chaval, le urgía aliviar el dolor de sus bolas, porque su pene latía reclamando que lo hiciese.

3 comentarios:

  1. ¡¡Al fin ,que maravillosa sorpresa!!
    ¡es tremendamente especial,volver a retomar esta bella historia,con tan magicos protagonistas,que han sabido ganar un espacio en el corazón de los lectores que seguimos con ansias las embriagadoras aventuras de mi adorado Guzman y su adorado Conde.
    ¡¡GRACIAS MAESTRO ANDREAS Y STEPHAN!!!!!

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  2. Por fin sigue esta maravillosa saga.!!!

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    1. Muchas gracias amigos por la calurosa bienvenida a esta tercera parte!
      (me encantaría que firmen con sus nombres, para recordarlos...)
      Besos

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