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Autor: Maestro Andreas

jueves, 31 de octubre de 2013

Capítulo XCVIII


 Una atmósfera densa cargada de aromas a incienso y perfumes orientales flotaba dentro de la sala secreta del panteón erigido al borde del bosque negro.
Guzmán había esperado a los condes tapado simplemente con la sutil tela de un blusón carmesí y, al verlo, la condesa no reprimió su ansia de besarlo y acariciar sus cabellos bajo la libidinosa mirada de su esposo, que deseaba vehementemente poseer a esos dos seres que tanto amaba.


Pronto los tres estaban desnudos y el conde mandaba y templaba la faena de manera magistral, dosificando las caricias sobre la piel de ambos jóvenes, o la sonoras palmadas en esas nalgas redondas que ambos ofrecían a su señor.
Nuño y sus dos amores, se besaron por todas partes y lamieron todos los rincones de sus cuerpos, para llegar a un éxtasis sublime con cada iniciativa que el dueño de las dos bellas criaturas llevaba a efecto para lograr el mayor placer para ellos y para él mismo.

Sol se moría por el sabor del pene del mancebo y lo engullía glotona para extraerle el jugo cuando su dueño y esposo la follaba por detrás azotándole el culo y montándola como a una potra.
Ella le comía la polla al chico y suplicaba con gemidos que Nuño le diese más fuerte y se la clavase sin piedad, tragándose por la boca la vida del mancebo que no podía aguantar más tiempo sin dejar que su semen alimentase a la dulce dama que estaba a cuatro patas ante él.

El conde ya le diera por el culo al muchacho después de que Sol le lamiese el ojete para lubricárselo, pero parecía que a ninguno le era suficiente y los poseídos maullaban como gatas en celo para que el macho las saciase; y el potente semental exigía la entrega y sumisión de la hembra y el otro macho usado como mujer para entrar con su verga dentro de sus cuerpos y moverla unas veces lentamente y con suavidad y otras forzándoles a abrirse más de patas para llegar hasta el fondo de sus almas con intención de preñarlas.


Sol se llenaba los sentidos de aquellos olores que adoraba al recorrer el cuerpo de ese joven muchacho al que amaba sin pudor. Miraba sus ojos y se extasiaba cegada por el brillo de sus pupilas. Y al rozar los labios de Guzmán, a Sol se le abrían las puertas del cielo como preludio a un beso que le sabía a ambrosía y a gloria. El chico no rechazaba a la mujer y la quería y también deseaba tocarla y besar sus pechos acariciándole las caderas, pero temblaba y se estremecía de forma especial al sentir en su piel las manos o la boca de Nuño; y su carne se moría por ser sobada por esas fuertes y poderosas manos de su amante.

Nuño estrechaba al mancebo y a Sol y le decía lo mucho que los amaba y necesitaba para poder seguir llevando sobre los hombros la pesada carga que le imponía su posición y linaje.
Y Sol y Guzmán demostraban a su amo que la vida para ellos era servirle y adorarlo sin pensar en nada más que darle cuanto él quisiese obtener de sus cuerpos y espíritus.
Sólo eran prolongaciones del gozo de su señor y con su orgasmos llegaban los dos esclavos al límite del delirio para acompañarlo si a él le complacía verlos gozar también.
Permanecieron en ese pabellón de amor y lujuria hasta el anochecer y se amaron hasta el agotamiento para llenarse con la esencia que brotaba de ellos mismos.

El conde acompañó de nuevo a su esposa al castillo y el mancebo se fue a la torre donde le aguardaban los dos eunucos para atender su cuerpo y dejarlo listo para volver a ser disfrutado por su amo si antes de dormir quería saborear las mieles de ese cuerpo hermoso siempre dispuesto a saciar el apetito de su señor.

Ubay se apresuró a ir a los aposentos de Guzmán y preguntarle por Sergo, pero el mancebo sólo pudo decirle que no desesperase y tuviese presente en todo momento que su amante era un noble señor con ocupaciones y asuntos importantes que atender; y a ellos, como obedientes amados que eran de sus machos, tan sólo debían esperar a que éstos los tomasen y aliviasen sus cargados cojones dándoles por el culo y palpándoles el cuerpo por donde les diese la gana a sus amos.

Verdad era que Ubay no era esclavo de Sergo, porque el noble caballero prefería amarlo siendo iguales, pero en su relación no cabía duda que el fuerte era quien adoptaba el papel de macho y poseía al otro como a una dócil hembra.
Y al mancebo le preocupaba como se tomase Ubay el posible matrimonio de su amante.
Ya le hablara el conde y Sol de esa posibilidad uniendo a la familia de Iñigo con Sergo por medio del matrimonio de éste con Blanca.
Y si bien a Guzmán le pareció buena esa idea, no sólo por crear lazos de unión más firmes entre sus dos compañeros, sino también porque enseguida se imaginó la posible llegada al mundo de unos preciosos niños que se pareciesen al padre o a la madre; y por extensión, pudiera ser que algún machito fuese tan hermoso como el tío, sin dejar de ser tan fuerte y aguerrido como ese rubicundo mozo que los engendraría en el vientre de la hermana de Iñigo.

Podrían ser tan bellas esa criaturas, pensó Guzmán.
Pero seguramente Ubay se vería postergado al cederle un sitio a Blanca en el corazón de Sergo y sentiría que a él se le destrozaba temiendo perder el amor y el deseo de su amante.
Para el mancebo no era un problema ni sentía celos por el hecho de que Nuño amase a Sol y le gustase follarla; aunque todavía recordaba lo que sufriera cuando el conde le dijo que debía de contraer matrimonio con ella.
En un principio y hasta que no conoció a Sol, se le cayó el mundo encima y le parecía que su amo lo dejaría de lado prefiriendo estar con su esposa.
Mas no fuera así y al contrario de lo que temía, Nuño lo deseó con más fuerza y le hizo sentir con más ímpetu tanto su polla dentro del culo como ese amor enorme que les abrasaba el corazón a los dos.
Y estaba seguro que con Sergo sería igual y a Ubay no le faltaría ni sexo ni el calor del amor de Sergo.
Pero tendría que ser el noble mozo de fornidos brazos quien le hablase a su amado y le convenciese con besos y polvos que nadie ni nada lograría desplazarlo ni un ápice tanto de su lecho como de su alma.

Y por otro lado estaba Blanca.
Y ella tendría también que comprender la situación que creaba ese matrimonio en la vida de Sergo y adaptarse a ella como hiciera la condesa en su momento.
Es cierto que Sol se enamoró perdidamente del mancebo y aprendió a querer y sobre todo desear a su esposo, pero con Blanca no podía saberse a priori como respondería ante una realidad que le impondría compartir al marido con otra persona y concretamente con un hombre joven y muy hermoso.
Y, lo que sería todavía más problemático, que ella aceptase de buen grado entregarse al marido al mismo tiempo que lo hiciese Ubay.
Es decir, que Sergo quisiese follar con los dos juntos y montarlos alternativamente como a dos yeguas maduras para criar.
Aunque sólo de una obtenga la deseada prole que garantice la perpetuación de la casa y estirpe con la sangre mezclada de los dos caballeros que tanto placer supieron darle al conde feroz mientras fueron sus esclavos junto al mancebo.

El devenir de los acontecimientos dirían que pasaría si llegase a celebrarse esa boda y de que manera reaccionarían tanto la bella dama como el joven Ubay ante el doble vínculo que se crearía entre ellos y Sergo.


Guzmán también creía sinceramente que Sergo era capaz de amarlos a los dos y tenerlos contentos en todos los sentidos, pues su capacidad de amar, física y espiritual, era inmensa y tan fuerte como sus músculos.
Sergo era todo un hombre; y considerando el asunto fríamente, también sería una lástima no aprovechar la leche de ese semental para algo más que alimentar el vientre de su amado.
El mancebo daba por hecho que de Blanca y ese macho saldrían unos preciosos cachorros, dignos sucesores de una baronía y un marquesado.
Sin olvidar que resultaba más difícil e improbable que Iñigo tuviese descendencia directa, casándose con una mujer, pues su inclinación sexual no sólo estaba definida enteramente hacia otro hombre, sino que, además, se decantada en él una atracción mucho más fuerte por un macho viril que lo poseyese.
Y el condado que ostentaba el hermoso y rubio muchacho necesitaba también un heredero que mantuviese el linaje de su noble familia.

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