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Autor: Maestro Andreas

viernes, 30 de agosto de 2013

Capítulo LXXXV

El conde quería agasajar a Nauzet y también a sus nobles caballeros revestidos con sus estrenados títulos y mandó organizar un banquete esa noche al que asistieron los principales capitanes de su tropa y los lugartenientes y jefes de la hueste del príncipe sujeto principal del homenaje.
Todos asistieron bien vestidos a la usanza árabe y luciendo sus cuerpos adornados con exquisitas telas de seda y damasco de varios colores.
Relucía el oro y diferente pedrería en los adornos que colgaban de sus cuellos y mostraban orgullosos sobre los pechos semidesnudos, atrapando en ellos destellos de luz multicolor.
Pero si uno resaltaba entre todos era Guzmán, sin más joyas que su belleza natural medio cubierta con seda blanca y sujeta con broches de plata.
El cabello suelto, sin tocado alguno, y aquellos ojos negros y luminosos como la coche de luna llena cegaban a Nuño y a cuantos pretendían mantener la mirada del mancebo.


Su aroma a nardos silvestres y jazmines llenaba el aire y atraía el olfato de quienes estaban más cerca del bello príncipe.
Mas el conde no dejaba ni un instante de ver a su amado y codiciar para sí toda su atención y el brillo de sus ojos.

Pero Nauzet se lo ponía difícil porque se empeñaba en atraer al mancebo, sin disimular que estaba rendido a su hermosura y a esas otras virtudes que atesoraba Guzmán, entre las que destacaba la cultura y prudencia que demostraba al conversar.

El resto de los comensales se volcaban en otros que despertaban su interés, así como Sergo y Ramiro, elegantes como correspondía a sus dignidades, sobaban y besaban a sus amados sin importarles cuanto sucediese a su lado.
Tanto Ubay como Ariel flotaban en una rayo de luz mágica y se acomodaban entre los brazos de sus amantes buscando ese otro corazón que les hacía latir el suyo a un ritmo desbocado.

Sólo Iñigo parecía descolgado de aquel escenario y su mirada volaba ausente a otro lugar, posiblemente para posarse aún sin criterio sobre otro cuerpo ausente que le dejara una honda huella en su deseo.

Y antes de los postres, Nuño pretendió romper la dinámica que se había entablado en torno a Guzmán, fundamentalmente a causa de la insistente atención de Nauzet, y mandó traer a los veinte esclavos regalados por éste para contemplarlos aseados y con una apariencia más vistosa que cuando los trajeran encadenados y cubiertos de polvo y miseria.

Todos callaron al ver entrar la hilera de cautivos, limpios y desnudos para observar mejor sus cualidades y las virtudes físicas de aquellos jóvenes fuertes y bravos que ahora solamente eran miserables cuerpos esclavizados para uso de quienes ya eran sus amos.
Y aunque todos pertenecieran al conde y su mancebo, éste último poco tenía que decir y nada que disponer sobre el futuro y el uso les deparaba la suerte a esos desgraciados muchachos, pues aún no estaba claro para nadie cual sería su destino y a que otras manos irían sus carnes.

Eran demasiados para que el conde se quedase con todos, así que algunos o la mayoría serían entregados a otros amos, ya fuese a cambio de precio o como meros obsequios acordes con la generosidad del noble conde.

A la cabeza de los rehenes estaba el más joven de todos, que no alcanzaba todavía los veinte años, muy bien formado y tan bien fibrado que parecía esculpido en madera por un gran artista. El cabello lo tenía castaño y formando grandes caracoles que le caían sobre la frente. Y los ojos miraban continuamente al suelo para ocultar la vergüenza de estar desnudo e indefenso y maniatado ante otros hombres. Todos ellos llevaban cadenas que unían sus muñecas y los tobillos para impedirles intentar una descabellada fuga que sólo les acarrearía una muerte instantánea.

Y por un lado daba gusto ver a esos muchachos en la flor de la vida, pletóricos de salud aunque alguno todavía llevase alguna herida como recuerdo de la lucha donde fueran vencidos por le príncipe Nauzet. Pero también acongojaba pensar en que suerte correrían a partir de entonces, pues tanto podrían encontrar una dicha jamás soñada por ellos, o las más horribles vejaciones y malos tratos no deseados ni para la más detestable de las bestias.
Nuño miró en particular al primero de la fila y le ordenó que girase sobre sí mismo para comprobar toda la esplendidez de su físico.
Y el chico, reacio a exhibirse como un potro, o mejor una yegua destinada a ser cubierta por un garañón, se hizo el remolón hasta que un soldado le arreó un cachete en la mejilla y le obligó a obedecer a su señor.

El rapaz se dejó ver por todos lados y tuvo que oír los comentarios de aprobación de algunos y hasta frases más o menos jocosas relacionadas con sus atributos y la apariencia aterciopelada de su piel morena.
El conde le preguntó su nombre y apenas pudo escuchar un leve murmullo que quería decir Yuba.
Y Nuño se lo hizo repetir gritándole con voz potente y agria.

Y el chico dijo en alto ese nombre que era el de una divinidad masculina: “Yuba me llamo y soy un guerrero que prefiere mil veces la muerte a ser un pobre esclavo para ser tratado como una mala bestia; o lo que es peor, como una puta para saciar el vicio de otros hombres”.


El conde clavó en él sus ojos encendidos por la llama verde de su ira y gritó: “Que lleven a este esclavo a mis aposentos y lo amarren a uno de los postes que sostiene el techo de la tienda. Va a aprender rápido quién es su amo y como debe obedecer y complacerlo. Aunque tenga que arrancarte la piel a jirones a fuerza de látigo voy a doblegarte y hacer de ti un manso cordero metiéndote ese puto orgullo por el culo. Fuera de mi vista. Soldado, llévatelo de aquí antes de que me arrepienta y lo atraviese con mi espada ante mis invitados”.

Se hizo un silencio tenso y al rato Nuño volvió a decir: “Reconozco que son valientes estos cabrones y eso me gusta. Y también me agrada su aire de machos intentando defender su virilidad y su palmito. Pero precisamente ese tipo de retos son los que me dan más morbo y me hacen vibrar a la hora de domarlos y someter su voluntad a la mía... Dame la mano, Guzmán, que quiero sentir tu calor y tu energía para no saltar con otra impertinencia parecida a la de este miserable. Ese joven pronto va a saber lo que es bueno!”

“Sí, mi señor. Pero tened en cuenta que hasta ayer eran buenos soldados y hombres con honor y dignidad. Y perder todo eso para servir a otro hombre y hacerlo con agrado sólo es posible cuando se ama y sólo se concibe la vida por y para ese hombre, tal y como me sucedió a mí contigo, amado mío”, dijo el mancebo recostando su cabeza en el hombro de su amante.

Cuantos estaban presentes en la cena no perdieron detalle de lo ocurrido entre el conde y el descarado esclavo, menos uno.
Y ese era Iñigo que estaba más pendiente de otro preso mucho más hombre que ese joven y de una virilidad entre las piernas apabullante y asombrosamente bonita y grande.
Algo menos oscura que los cojones que colgaban por detrás, la verga de Falé se balanceaba al moverse el esclavo para dejarse ver y mostrar en público sus facultades tanto para el trabajo como para la reproducción.
Era un buen ejemplar que valdría su peso en oro para cubrir esclavas y engendrar más siervos para su amo, o dedicado a cualquier trabajo donde fuese necesaria la fuerza bruta.
Sus músculos garantizaban un resultado positivo, lo mismo que esos huevos oscuros y la polla gorda y de un tamaño más que respetable podían aventurar la fuerza de su semen para preñar hembras.

Pero a Iñigo no se le pasaba por la cabeza desperdiciar ese potencial masculino en tales tareas.
Si de él dependiese y fuese suyo ese esclavo, lo admiraría a diario desnudo y lo sobaría por todas parte para acariciarle después la entrepierna y comerle la polla y los testículos antes de ordeñarlo y beber su leche.


El bello joven de cabellos dorados pensaba con deleite en esa crema espesa y blanca que saldría por el capullo de ese macho y le llenaría la boca dejándole el salado gusto de su esperma.
Y lo que ya no quería ni imaginar era sentir la entrada de ese miembro potente en su ano y penetrar por su recto para descargar dentro de su vientre la semilla que almacenaban tan magníficas bolas.

Eso sería algo parecido a estar en el cielo con un ser de otro mundo jodiéndole el culo hasta preñarle todo el cuerpo.
Lo malo era que el ejemplar era del conde y no suyo.
Y seguramente Nuño sabría como sacarle el mejor partido a este mozo cuya mirada intimidaba a Iñigo y lo dejaba sin aliento.

Y ahí estaba casi al alcance de su mano pero no tenía derecho a tocarlo ni a pretender notar con su tacto la textura de esa carne que le estaba haciendo perder el sentido.
Y aspiró el aire al moverse Falé y hasta su nariz llegó el olor acre de su cuerpo y sus partes que seguían balanceándose como incensarios que aromatizan el aire viciado por los fieles al atiborrar la iglesia en los días de culto.


Para Iñigo ese aroma era más agradable que los perfumes de oriente que despedían los nobles caballeros sentados a su lado y que el suyo propio también.
Se quedaba sin duda con el aire sazonado al pasar entre los muslos de Falé; y con ese perfume divino en sus fosas nasales querría dormir esa noche después de saciarse con la esencia que atesoraban las gónadas negruzcas del esclavo.

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