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Autor: Maestro Andreas

martes, 30 de julio de 2013

Capítulo LXXVIII


El mancebo abandonó la jaima dejando al resto de sus compañeros con su amo e iba feliz para disponer su cuerpo y recibir en sus tripas el gozo del conde hecho semen.
Y dentro de la tienda se oían risas y voces amables que indicaban juegos tranquilos propios de un atardecer en la plenitud arenosa del norte de África.
Podría asegurarse que todos aquellos hombres de armas estaban relajados y se entregaban a disfrutar del descanso y los placeres, pero sólo sería una engañosa apariencia, pues en puntos estratégicos que rodeaban el campamento destellaban pupilas oscuras que escudriñaban el horizonte girándose hacia los lados para comprobar el origen de todo ruido o susurro que se escuchase en su entorno.


Iñigo, sentado a la derecha de Ubay, observó que el chico sostenía erguida la cabeza con esfuerzo y con toda la dulzura que le caracterizaba al bello y rubio efebo, le preguntó al cautivo si estaba cansado, ofreciéndole su hombro para reclinar la cabeza.
Sergo sonrió ante el gesto de su compañero y también se preocupó por la aparente fatiga de Ubay, que negaba con la cabeza rechazando la amable oferta de Iñigo. Pero éste insistió y le dijo al joven: “Ubay, no te muestres tan arisco conmigo porque solamente deseo ser buen amigo tuyo y hacerte más agradable la estancia entre nosotros. Comprendo tu dolor y la desesperación que llena tu tiempo ahora, más creo que no debes cerrar la puerta a otra posibilidad de existencia que te permita aliviar la pena que te embarga. No seas terco y recuesta la cabeza sobre mi hombro, o incluso mejor en mi regazo, y así podría consolarte acariciándote el cabello hasta que fueses cerrando los ojos y cogieses el sueño tranquilamente sin temor ni miedo a nada, porque no somos tus enemigos ni ninguno de nosotros te desea mal alguno. Ven y deja que apoye tu preciosa cabeza en mis muslos”.
Y Ubay se rindió a las atenciones de Iñigo y se reclinó en su entrepierna sin oponerse ni esforzarse en mantener su abierta enemistad hacia cualquiera que estuviese con quienes consideraba los asesinos de su amante.
Los dedos de Iñigo fueron recorriendo el pelo del cautivo y se deslizaron por su frente y las mejillas dejando al rapaz en un estado de somnolencia que aflojó la dureza de su gesto y la rigidez de sus labios, que comenzaron a esbozar algo similar a una sonrisa.
Y Sergo se enterneció al verlo y también quiso demostrar su simpatía por ese muchacho que se hallaba desolado y se sentía tan solo y desvalido que movía a la mayor ternura hacia él.
El rubicundo mozo colocó una mano de Ubay sobre uno de sus muslos, casi a la altura de su suculenta polla, ya morcillona y avanzando hacia la erección, y puso su fuerte diestra sobre ella sin apretarla ni presionarla pero con la suficiente contundencia para dejar constancia de su contacto y del calor de la sangre que se encendía en las venas del joven esclavo y caballero.

Ubay sintió la fuerza de Sergo sobre el dorso de su mano y dejó que su imaginación volase hacia unos días atrás tan sólo cuando se encontraba en un lecho de almohadones de seda junto a su amante, al que veía tan vivo como entonces.
Pronto el olor del sexo de Iñigo y la consistencia que adquiría su verga por momentos, hicieron que, sin contar con su voluntad ni su consentimiento previo, el pene de Ubay se endureciese y comenzase a latir entre sus piernas llegándole el cosquilleo hasta el orificio del culo.


Los dos esclavos del conde se dieron cuenta de ello y sonrieron sin malicia pero ese detalle les dio pie para intensificar las cariñosas atenciones hacia el cautivo y Sergo apretó contra su excitado cipote la mano del rapaz para ver si éste la retiraba o hacía la intención de evitar un tocamiento tan directo y claro sobre sus partes.
Sin embargo, Ubay no hizo nada y dejó que la palma de su mano presionase la carne rígida del miembro viril del fornido y apuesto joven que se encargaba de su custodia de día y de noche.

Y creció su pene aún más y los latidos casi eran espasmos nerviosos que anunciaban la pérdida de líquido seminal por el meato de su redondeado y jugoso glande.
Y también el conde se percató de lo que pasaba entre sus esclavos y el cautivo y no pudo reprimir una sonrisa perversa congratulándose de lo muy sagaces y avispados que eran sus chicos para calentar y poner a punto de caramelo a otro joven que pretendía resistirse a dejar que su naturaleza se explayase y se vertiese por los normales derroteros del deseo y la necesidad de explosión erógena de unos órganos sexuales tan jóvenes y tan llenos de savia por brotar.

Pero Nuño no quería forzar a ese muchacho, ni que otros lo hiciesen hasta que él mismo se entregase de buen grado y pidiese convencido que un macho calmase su calentura y su ardor anal.
Y diciendo a sus esclavos que continuasen gozando de una velada tan serena y apacible, pero sin excesos, se levantó de su poltrona y salió de la tienda para reunirse con el mancebo.

Y a este otro sí que le esperaba algo mucho más movido y ardiente entre los brazos de su dueño y amante.
Ramiro no se paró en barras para besar en la boca a Ariel, que se entregaba a este joven y amoroso muchacho con tal pasión y vehemencia que era fácil adivinar que ya estaba colado por el guapo mozo que era caballero y esclavo del conde también.
Ariel cerraba los ojos al contacto de los voluptuosos labios de Ramiro y mezclaban su saliva metiéndose uno al otro la lengua y paladeando ese gustoso amor que se hace agua en la boca de los amantes.


Hubiesen follado allí mismo si contasen con el permiso de su amo, pero el sobeo que Ramiro le metió la otro bastaba para dejarles a ambos las bolas secas sin necesidad de masturbarse.
Escena que puso más cachondos a sus otros dos compañeros y aunque Ubay seguía sin abrir los ojos, también percibía el fuego que quemaba a la otra pareja de esclavos y su pito se puso como un tizón al rojo.
Tanto que manchó la ropa a la altura del paquete y Sergo se atrevió a darle un beso en la frente como si fuese un niño al que quería mimar y cumplirle algún capricho.
Y no hace falta decir cuál sería ese capricho que Sergo le cumpliría al cautivo.

Si de él dependiese lo levantaría en sus brazos y lo portaría de nuevo a la tienda donde se alojaba el chico y depositándolo sobre el lecho con cuidado se acostaría a su lado y lo abrazaría con fuerza para besarlo y comerle los labios hasta obligarle a pedirle que lo amara y le diese por el culo toda la noche y lo dejara preñado con su leche para olvidar por unas horas su pena y el dolor de la soledad en que estaba hundido.

Pero Sergo no se atrevía a contrariar las órdenes del conde ni tampoco a forzar al chico y desde ese momento temió que esa noche sería muy dura para él al estar tan cerca de ese joven hermoso y con la polla tan caliente y dura.
Porque la de Ubay estaba tanto o más que la de Sergo y el peso de la mano de este mozo y su beso hacían estragos en la férrea voluntad del chaval por mantenerse casto y guardar luto en su corazón por la muerte de su amante.
Pero aun así cogió al chaval en sus brazos y lo llevó a la otra jaima, sin dejar de mirarlo y pensar en lo muy dichoso que sería pudiendo darle por el culo a este bello muchacho y rompérselo a pollazos al clavarlo con fuerza en los almohadones que formaban el lecho donde descansaba Ubay.

Lo dejó en el lecho de almohadas con ternura y al intentar besarle la frente de nuevo Ubay abrió los ojos y le pidió por favor que no se fuese y se acostase a su lado.
 Sergo creyó soñar pero el otro chaval lo trajo a la realidad al sujetarlo por una mano y repetirle que no lo dejase solo esa noche.
El fornido mozo le respondió que siempre estaba cerca de su lecho y nunca se quedaba solo en la jaima.
Mas Ubay, con mirada húmeda le llamó por su nombre y le apretó con fuerza la mano para retenerlo consigo.
Qué significaba aquello, se pregunto Sergo. “Es que el pobre muchacho ya no soporta en solitario su pena y quiere compartirla conmigo”, se decía para si Sergo.
Y el musculoso y recio guerrero, pero de tierno y dulce corazón, se reclinó al lado de Ubay y puso la cabeza muy pegada a la del chico para alcanzar más fácilmente sus mejillas y poder acariciarlas con sus labios.


Y Ubay se dejó besar como si Sergo fuese una amorosa madre y al poco se arrimó más a él y se metió entre sus fuertes brazos para sentirse seguro.
Al otro le rompió el alma el gesto del chaval y lo estrujó contra su pecho como si se tratase de una criatura, pues bien sabía Sergo lo que era estar necesitado de cariño y compañía.
Es verdad que amaba demasiado a Guzmán para entregar su corazón a otro joven.
Sin embargo, Ubay le provocaba un afecto tan grande y particularmente cálido que estando con él se sentía diferente y las horas detenían su marcha porque era como estar en un mundo donde no existía la violencia, ni el odio, ni la guerra entre los hombres y sólo hubiese libertad para todos.

La piel lisa y tostada del rapaz lo dejaba sin aliento; y junto a ese chico veía las cosas de otro modo y la luz de la mañana, al amanecer, le parecía más bella al reflejarse en las pupilas de Ubay.

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