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Autor: Maestro Andreas

domingo, 30 de junio de 2013

Capítulo LXXI

Ariel notaba que le ardía la boca y su garganta estaba áspera y seca por la sed, mientras iban al paso de sus cabalgaduras por un suelo de arena ardiente y bajo un sol cegador que los castigaba inclemente con sus rayos de fuego.

Guzmán vio la debilidad del muchacho que parecía no poder sujetarse a lomos de su corcel y se acercó a él para preguntarle si necesitaba agua y se encontraba bien para seguir el camino.
El chico quiso fingir su agotamiento y debilidad, pero la mirada traicionaba cualquier intento de ocultar su estado.
Y el mancebo quiso echarle una mano para ayudarle a mantenerse erguido, pero en eso quien apareció al otro costado de Tifón fue Ramiro, que pegó su caballo al del joven esclavo y le agarró la mano diciendo: “No puedes seguir con este calor y sin beber, Ariel. Voy a pedirle al amo que te permita beber agua y aliviar tu sed”.

Los ojos de Ramiro reflejaban tal ternura por el otro chico que el mancebo le dijo: “Ramiro, quédate con él y yo iré a hablar con el amo para que le deje a Ariel tomar un poco de agua. Cuídalo y no permitas que desfallezca”.
Y sin más Guzmán azuzó a Siroco para alcanzar la cabeza de la comitiva y poder hablar con el conde.
El mancebo aminoró la galopada al llegar a la altura de su amo para no molestarlo con el polvo que levantaban los cascos de su caballo y, con la resolución que sólo él podía permitirse al dirigirse a Nuño, le rogó a su amo que dejase que Ariel bebiese unas gotas de agua para no caer del caballo, ya que sus fuerzas estaban al límite de hacerle perder el sentido.
El conde accedió a que el joven esclavo bebiese sólo un trago de agua y al volver grupa el mancebo para reunirse de nuevo con Ramiro y Ariel, Nuño lo llamó diciendo: “Guzmán! Espera! No tengas tanta prisa en separarte de mí”.
“Qué quieres, amo?”, preguntó el esclavo.
“A ti”, respondió el amo.
“Mi señor, a mí siempre me tienes aunque no esté sujeto en tus brazos. Pero ahora Ariel necesita que lo auxilien y le den de beber”, alegó el mancebo.
“Todo eso lo sé”, dijo el amo.
Y prosiguió: “Te quiero a ti, pues deseo tenerte a solas y gozar de tu cuerpo y de tu alma”.
“Lo que tu desees, amo”, dijo el mancebo.
Y Nuño preguntó: “Quién está con Ariel?”
 “Ramiro, amo. Y está preocupado por si el caballo derriba al chico”, contestó el esclavo.
“Ramiro está muy atento de Ariel últimamente. Demasiado quizás para ser sólo camaradería entre esclavos. No crees?” dijo el conde.
“Amo, todos atendemos y nos preocupamos por ese joven que es nuevo en tu servicio. No tiene experiencia y él se esfuerza por complacerte cada vez mejor”, respondió el mancebo.


Mas el conde aseveró: “Eso es irte por las ramas y no contestar a lo que he dicho y preguntado. Pero dejemos eso ahora. Los guías dicen que avistaremos pronto un lugar en el que podremos refrescarnos y bañarnos en una charca de agua limpia y ahí nos detendremos unas horas para recuperar las energía gastadas y devolver a nuestros organismos la humedad que el sol nos ha quitado con su insistente calor”, añadió el conde mirando al frente como queriendo atisbar el oasis del que hablaban los guías.

El silencio fue muy corto y el amo dijo al esclavo: “Y eso que estas ropas al estilo tuareg nos ayudan a soportar el rigor de este astro de oro que se empeña en abrasarnos. Vete a ayudar a mi nuevo puto y dile a Ramiro que no olvide que tanto él como esa criatura son mis esclavos y no son libres ni de amar ni de desear lo que yo no quiera o permita. Que no olvide su posición o perderá algo que tiene en gran estima. Las bolas y el rabo. Y será otro eunuco que sólo sirva para poner el culo y que disfruten de su cuerpo los machos de mi ejército. Recuérdaselo y dile a Ariel que, como todos mis otros esclavos incluido tu mismo, solamente sois simples perros para vuestro dueño, que soy yo. Está claro o tengo que refrescaros la memoria a todos a trallazos?”
“Amo, todos sabemos y tenemos claro que somos y cual es nuestro destino y utilidad para ti. Y sobre todo, tu más humilde esclavo, que soy yo”, respondió Guzmán antes de irse.  Siroco salió al trote para regresar junto a Ramiro y Ariel.

Al muchacho más joven se le iluminó la mirada al ver de nuevo a su compañero y su lengua rozó los labios buscando la frescura del agua que aún no bebía su boca.
Guzmán cogió un pellejo no muy grande y le dijo al chico que tomase un trago, pero que no lo tragase enseguida sin enjuagar el paladar y mojar bien los labios para sentirlos húmedos y aliviar así la fatiga del calor y el viaje.
Le animó contándole que pronto se bañarían todos en una charca fresca y limpia y podría beber más y también dormitar un rato y comer algo que renovase su alegría y su energía habitual.


Ariel sonrió y miró a Ramiro como invitándolo a deleitarse con él en ese placentero baño que el mancebo les prometía.
Y Ramiro abanicó el aire con sus largas pestañas, casi con un gesto de timidez que en realidad no era otra cosa que el rubor que su sangre, encendida por el deseo de poseer ese bello cuerpo del otro esclavo, subía a sus mejillas tornándolas de colorado por el sofoco que la calentura le estaba provocando.
El joven esclavo se reanimó tanto por el buche de agua que metió en su boca, como por el soplo de sueño esperanzado que leyó en la mirada de Ramiro y ya se imaginó dentro de una charca cristalina y fresca jugando con ese joven macho cuya pasión lo dejaba sin aire cada vez que sus manos lo agarraban por la cintura para empalarlo por el culo con su verga gruesa y dura como el pedernal.

Ariel ansiaba la polla de un buen macho y por eso apreciaba en lo que valía la verga del amo y sobre todo el modo en que lo follaba y le dejaba el ano irritado y caliente como un carbón al rojo.
También disfrutaba con el cipote del rubicundo esclavo vikingo que lo clavaba con una fuerza sólo comparable al viento que arrecia en una noche de tormenta golpeando las contras y puertas hasta arrancarlas de sus goznes.


Pero, además de todo eso y de estimar la manera en que le daban por el culo tales machos pletóricos de energía y ansia de sexo, Ariel gozaba de una forma especial y se sentía mucho más zorra salida y viciosa si quien le endiñaba la polla por el ojete era Ramiro, pues de este otro chaval le gustaba todo y le fascinaban sus cabellos ondulados y oscuros y el vello que le cubría con tanta sugestión las extremidades y el centro del vientre.
A Ramiro lo veía como si fuese diferente a los otros y sentía sus besos de manera distinta.
Y, sin embargo, el chico era tan inexperto en casi todo que no se daba cuenta que eso no era más que el principio de un amor más profundo de lo que nunca hubiera podido sospechar que sintiese por otro ser.

Los dos jóvenes deseaban amarse sin darse cuenta todavía que estaban enamorándose sin remedio uno del otro.
Y el conde, aún teniendo para su disfrute unos cuerpos preciosos, cuyos culos eran un codiciado manjar, lo que realmente quería al llegar al oasis era gozar con su amado, del mismo modo que éste se moría de ganas de estar y ser tomado y poseído por su amante y señor.
Pero a unas millas del lugar donde estaba prevista esa parada reparadora y no demasiado lejos del lugar donde ya se encontraba la expedición del conde, un tropel avanzaba a marchas forzadas envuelto en una nube de polvo para darles caza.


Soldados benimerines, bien armados y capitaneados por el mejor de los capitanes del rey de Fez, espoleaban sus monturas con el propósito de matar al príncipe almohade venido de esas tierras desde Al-Andalus, al otro lado del mar, que pronto serían conquistadas por su indiscutible líder y soberano, tras unificar bajo un mismo cetro y corona el antiguo califato almohade en Marruecos.
Marrakech caería en su poder y con ella no habría oposición al trono de Fez y su poder absoluto sobre las tribus de esa parte del norte de Africa.
Y, después, el salto del estrecho de Gibraltar sólo dependería de la voluntad del rey de los benimerines y la conquista de Sevilla y todos los territorios del viejo califato de Córdoba sería cuestión de poco tiempo, pues sus ejércitos invadirían y arrasarían a quienes se opusiesen a su inapelable avance por el interior de Hispania.

Los reyezuelos cristianos sucumbirían bajo el poder de sus alfanjes y lanzas y se arrodillarían ante los pies del más grande de los monarcas, que pisaría sus cabezas antes de decapitarlos y tomaría como esclavas a sus mujeres e hijas.
Y a los varones, fuesen niños, adolescentes o ya jóvenes, los someterían también a esclavitud por el resto de sus vidas.
Ese era el porvenir que aguardaba a los reinos de Don Alfonso y de los demás reyes de la península si una fuerza mayor y mejor armada y adiestrada para la lucha no paraba y frustraba las aspiraciones de ese pueblo guerrero y nómada en origen, dedicado a vivir de sus rebaños de cabras, caballos y camellos, ahora cargado de ambición por ser dominadores de hombres y hacerse dueños de un gran imperio.

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