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Autor: Maestro Andreas

miércoles, 26 de junio de 2013

Capítulo LXX


Fueron días monótonos y noches ardientes de sexo y excitación bajo los toldos de las jaimas, bien protegidos y acogidos del frío de la noche.
Todos los hombres que seguían al conde sabían buscarse el mejor confort para pasar las horas, ya fuesen de vigilia o de sueño, acompañados por otro cuerpo que les diese el calor necesario para no sentir la soledad ni la falta de afecto que templa y anima tanto el corazón como el cerebro.
Hubo alguna escaramuza de grupos de bandidos de las arenas, pero fueron repelidos contundentemente por estos guerreros tan diestros en el manejo de las armas como esforzados luchadores ante cualquier enemigo que osase enfrentarse a ellos.

Y el conde y los jóvenes esclavos que formaban su harén personal, vivían momentos intensos colmados de dicha y gozo a la vez que del semen que manaba por el meato de sus miembros viriles.

Ramiro se había acostumbrado a acariciar el cuerpo de Ariel y su piel le llenaba de excitación y la calentura que alcanzaba la sangre de este joven macho al estar en contacto con el otro chaval, bastaba para dar calor a todo el campamento durante la más fría de las noches del desierto.
Y Ariel no era ajeno a ese sentimiento de cariño del otro muchacho y también él se encendía como una brasa al ver la belleza tan viril del apuesto caballero esclavo.


En realidad Ariel ya era la más perra de todos los esclavos del conde y tanto se ponía cachondo como una burra viendo el fornido cuerpo de Sergo, dispuesto a agarrarlo para poseerlo clavándosela por el culo con una contundencia sólo comparable a la fuerte embestida de un toro salvaje, como se derretía de gusto con las caricias de Ramiro antes de que éste le diese por el culo después de saborear esa verga que tanto placer le daba al follarlo.
Tampoco era menor el delirio del chico cuando el propio amo lo usaba y le daba su leche como alimento o colmando sus tripas al preñarlo.
Sencillamente el joven Ariel le había tomado mucho gusto a ser jodido por el culo y ya era toda un zorra ansiosa de rabo y un puto vicioso insaciable que deseaba a todas horas ser penetrado por su amo o por esos otros dos machos, también esclavos del conde, y que le follasen la boca una y otra vez al mismo tiempo que otra polla le abría el ano y se lo dejaba rojo y ardiendo, pero aliviado al sentir como un chorro de semen le refrescaba el recto.

Hasta Guzmán llegó a darle por el culo al nuevo puto de Nuño, porque éste quiso follarlo mientras el mancebo, a su vez, le daba verga al más joven e inexperto de todos sus esclavos, que en poco tiempo se había convertido en uno de los más deseados tanto por su belleza como por la intensidad y la pasión que demostraba al poseerlo.
Sergo también disfrutaba mucho con Ariel y le gustaba montar a pelo y a al brava a ese potrillo, más cualquier placer nunca sería comparable al que sentía con el mancebo.
Ni siquiera Iñigo o el mismo Ramiro, al que cada vez follaba con más asiduidad, llegaban a colmar la lascivia del rubicundo y fuerte esclavo como podía hacerlo Guzmán, al que adoraba y amaba con todos sus sentidos, siendo para él el mejor premio o privilegio que podría darle su dueño.
Y, sin embargo, en estos últimos días el conde no permitía a ninguno que jodiese el culo de su amado, pero les daba la oportunidad de saciarse con el de el hermoso esclavo de cabellos dorados y más habitualmente con el juguete color de miel, recién adquirido para ser usado a modo de concubina.

Y era tanto el ardor que Ariel ponía en al ser follado que Sergo ya prefería entrar en el culo de este joven antes que en el de los otros dos compañeros.
Pero a Ramiro no sólo le atraía hacer sexo con Ariel sino que también empezaba a vibrar de una forma extraña y no sentida antes con ningún otro joven.
Se diría que se estaba enamorando de este muchacho y eso potenciaba el placer al estar junto al chico y más al sentir como su polla iba ocupando despacio o con violencia el interior del culo del chaval.


Le agarraba las nalgas y se las apretaba con fuerza para notar como la sangre fluía por ellas y se las calentaba para darle a él más gusto todavía.
Y Ariel respondía a esos estímulos como la mejor meretriz y se entregaba sin reservas al goce de ser usado y disfrutado por ese otro macho, cuyo cuerpo macizo, pero esbelto, y adornado de un vello tan estéticamente repartido que se diría que solamente un dios pudiera ser el artífice de esa preciosa imagen, le excitaba hasta los hígados y erizaba toda su piel.
Hasta las pestañas se le ponían de punta al ver desnudo a Ramiro y el pito de Ariel no tenía descanso, pues nada más eyacular ya se estaba empinando de nuevo en cuanto uno de esos otro mozos o su amo le tocaba alguna parte del cuerpo.

Llego un momento en que Nuño pensó en darle un obligado descanso, pero se dio cuenta que ese chaval si algo necesitaba para vivir era sexo y mucha caña que le dejase los nervios apaciguados y las bolas relajadas aunque sólo fuese por unos minutos.


Incluso cuando lo bañaban los eunucos, después de ser usado por el amo y sus dos machos, lo ordeñaban y le vaciaban los testículos otra vez para evitar que se corriese demasiado pronto al volver a ser montado una hora más tarde como mucho, si les tocaba un descanso en medio de las largas jornadas de marcha o al llegar cerca de un pozo donde abrevar las caballerías y pasar la noche.

Aunque la mayor satisfacción para Nuño y su deseo más intenso siempre era llevarse a su amado fuera de la jaima y conversar con él abrigado por una amplia manta de piel de lobo y bajo un cielo profundo y sereno, atentos al parpadeo de las estrellas y compitiendo en brillo los ojos de Guzmán con la misma luna que los alumbraba.
Esas horas de callada intimidad o de charla a media voz entre los amantes, renovaba el pacto de amor y entrega entre los dos jóvenes y hacía que sus cuerpos fuesen uno solo al unirse vertiendo el fruto de esa pasión que ardía en sus almas.
En esos momentos era difícil distinguir quien era el amo y el esclavo, pues los dos competían por darse placer.


Y, casi siempre, era el mancebo quien rogaba a su amante que le permitiese terminar, pues sus cojones estallaban con la presión del semen que bullía en ellos.
Nuño sonreía al oír el ruego del chico y sólo por disfrutar más de ese instante se lo prohibía, pero al mismo tiempo le provocaba el orgasmo para castigarle la falta con azotes en las posaderas y arremetiendo con más fuerza contra su culo para hendir mucho más la verga en el recto de Guzmán.

Luego volvían junto al resto de los muchachos y se dormían abrazados después de besarlos a todos y acariciar el trasero y el ojete de Ariel para que el chico cogiese mejor el sueño.
Por supuesto antes de todo eso ya se lo habían follado al nuevo esclavo tanto el conde como los dos esclavos con mentalidad de semental, que nada más oler el ano del ese puto muchacho ya se calentaban como hornos a punto ya para cocer el pan.

Hasta Nuño se maravillaba de la potencia sexual y la energía erótica de esos dos garañones, siempre dispuestos a cubrir a los otros tres que les servían de hembras; y sobre todo a éste que ahora les ponía le culo para que lo jodiesen o les mamaba la polla como un verdadero y tierno corderillo.
Así no era extraño que nada más amanecer se levantasen alegres y comiéndose el mundo si fuese necesario para luchar por su amo y todo aquello que le perteneciese, incluidos ellos mismos, que eran la propiedad más valiosa para su señor.

Lo cierto es que el viaje estaba resultando demasiado tranquilo y sosegado, en cuanto a riesgos ajenos a los habituales en ese tipo de desplazamientos tan largos, pero eso precisamente hacía desconfiar al conde y sus sentidos se alertaban sobremanera, pues temía que algo peligroso estuviese acechando y surgiese de improviso como si de repente se desenterrase y saliese del fuego de las arenas que hollaban los cascos de sus caballos.


Y también tenían la misma sensación los tuareg, así como Mustafá y Sadán, o el resto de los guerreros que iban en la expedición.
Y, de entre ellos, los que se mostraban más suspicaces con esta extraña y prolongada calma, eran precisamente los aguerridos imesebelen, quizás más deseosos que el resto por ejercitar sus brazos sajando miembros y cabezas enemigas.

Más parecía que lo recomendable fuese no llamar al diablo cuando éste aún seguía dormido y no revolvía el aire con el trágico aliento de una lucha sin cuartel en la que pudiese caer tanta víctima hermosa y todavía en lo mejor de sus vidas.

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