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Autor: Maestro Andreas

miércoles, 20 de marzo de 2013

Capítulo XLVII


Al día siguiente parecía que el conde estaba mucho más tranquilo y de mejor humor, pues para celebrar que Ramiro volviera del letargo se montó una formidable orgía en los aposentos del castillo, sin dejar al margen al herido que también recibió una buena follada por el culo, sin demasiado esfuerzo por su parte, pues su estado no recomendaba que hiciese esfuerzos innecesarios, pero le ayudaron sus compañeros a ponerse de costado en la cama; y mientras que Guzmán lo besaba en la boca e Iñigo se la mamaba poniendo el culo en pompa para facilitar que Sergo lo penetrase y se lo jodiese, Nuño se tumbó también de lado detrás de la espalda de Ramiro y con delicadeza le metió la verga por el ano al chico, dándole por el culo con tanta pasión y ganas que pronto se vació en sus entrañas apretándole con una mano el vientre para traerlo más hacia él y que el semen le entrase lo más adentro posible.

Todos se corrieron menos el mancebo que se reservó para soltar su esperma dentro de la barriga de Sergo cuando algo más tarde su amo se lo folló a él y le permitió joderle el culo al precioso y fuerte vikingo, que le follaba la boca Iñigo.
Y Ramiro se corrió otra vez viendo esa escena caliente y morbosa en la que cuatro machos jóvenes se vaciaban unos en otros y gozaban muy excitados del placer sexual de unos cuerpos hermosos.

Ya habían pasado varios días desde el atentado que casi le cuesta la vida a Ramiro y los asuntos que debía resolver el conde con el cabildo catedralicio y especialmente con el infante Don Sancho ya los daba por conclusos por su parte y sólo restaba que la archidiócesis primada abriese la mano y soltara algo de peculio, no en demasía pero tampoco con tacañería insultante y notoria, teniendo en cuenta en nombre de que alto personaje hacía Nuño las gestiones.


Por otro lado, Guzmán y los ilustrados traductores judíos también habían rematado el encargo que tanta importancia tenía para el rey y que no dejó de supervisar el mismo, aún después de su entrada oficial en la ciudad rodeado de un gran séquito y envuelto en el protocolo adecuado a su rango real.
Pero para Don Alfonso toda la cultura y la ciencia o cualquier manifestación del saber conocido hasta entonces, era algo que no sólo debía recuperarse y conservarse, sino difundir al resto de los reinos occidentales para que pudiesen enriquecerse con todo el saber recogido en las obras de Avicena, Algazel y Avidebrón.

Y Toledo se convirtió entonces en la meta de eruditos y sabios europeos. Ingleses como Roberto de Retines, Adelardo de Bath, Alfredo y Daniel de Morlay y Miguel Scoto, los alemanes Hermann el Dálmata y Herman el Alemán, aprendieron de los libros árabes y estos conocimientos maravillosos y algo de la sabiduría griega penetraron en el corazón de las universidades extranjeras de Europa.

Mas el conde, antes de abandonar la ciudad para dirigirse hacia el sur de la península y continuar con la embajada que le encomendara su rey, tanto a él como al mancebo, tenia que acabar el ajuste de cuentas con los conspiradores que intentaran matar a su amado y ya sólo le quedaba el alcaide para apretarle los huesos y hacerle padecer el peor de los tormentos con el fin de sacarle algo que implicase al infante Don Fadrique, verdadero culpable de todo en opinión del conde e incluso del propio monarca.

Pero sin pruebas fehacientes no era posible condenar a un príncipe y el asunto había que abordarlo con mucha precaución y sin sobrepasarse ni un pelo con dicho infante hasta no estar seguros de su implicación en toda la trama criminal.

Y lo peor era que todos los torturados anteriormente no sabían nada que fuese definitivo como prueba de cargo contra ese hermano del rey.
Así que el último resorte para hacer sonar el arpa de la delación era Don Senén, que esperaba desesperado en una jaula de hierro colgada de la bóveda de la más oscura y lúgubre mazmorra del castillo.
Y cuanto más alargaban su desesperación aguardando la hora del suplicio y la muerte, el alcaide suplicaba con conmovedor desgarro que se apiadasen de él y le concediesen un rápido final.

Y eso era pedirle que un olmo diese peras, pues si algo deseaba el conde era ver sufrir a ese hombre hasta que el dolor acabase con su existencia.
Y así como Don Senén se consumía de hambre y sed y miedo, sobre todo, Ramiro se reponía a sorprendentemente de su herida, como si con cada dosis de semen que recibía, la esencia de la vida aportada en esa leche revitalizase la suya, ya fuese inoculada por el culo o dejando que mamase la de sus compañeros, además de ser alimentado por el amo.

Con esa sobredosis de vitaminas, el chico ya estaba en condiciones de cabalgar sobre un caballo, aparte de hacerlo encima de sus compañeros al follar o ser montado por el conde que cada día lo usaba con más frecuencia para aliviar su lascivia jodiéndole el culo.

A Nuño no sólo le gustaba el cuerpo de ese mozo, tanto o más que el de los otros esclavos, sino que sentía un morbo especial al ver sus carnosas cachas, adornadas de oscuro vello, ofrecidas para su placer y abriéndose relajadas para desproteger el ano y dejarlo a la vista de su amo.


Y el conde, cuando estaba sobre el lomo de ese joven potro, le decía, con la boca muy pegada a la oreja, que le enardecía el olor de su piel y el tacto que sentía en las yemas de los dedos al rozar el vello que cubría sus miembros y la parte interior de las nalgas alrededor del ojete.
Y el chico se calentaba aún más al escuchar esas cosas y alzaba más el culo para que la verga del amo le entrase del todo, hasta notar el golpeteo de los cojones de Nuño en el mismo agujero por donde le clavaba la polla.

Indudablemente el mozo ya estaba curado y la rápida recuperación de sus fuerzas era fruto de una sobrealimentación generosa en leche.
Y el amo lo llevó con los otros esclavos al real alcázar para ver al rey antes de partir hacia las costas de Tarifa.
Don Alfonso se congratuló por la pronta recuperación del chico y quiso cenar esa noche con todos ellos en el palacio de Galiana para que también se despidiesen de la seductora Doña María, que en su madurez resultaba tan atractiva y hermosa como en sus mejores tiempos de mocedad, o incluso más, dada la serenidad que los años le habían dado a su rostro.

El perfume que esa dama dejaba en su entorno con sus elegantes movimientos y los finos ademanes de gran señora conque se expresaba, rendían a quienes estuviesen cerca de ella y acaparaba sin pretenderlo la atención de todos los caballeros que la miraban.

El conde no podía desairar al soberano ni a su amante y mostró respetuoso el contento que le producía el honor de compartir una vez más la mesa con ellos y en compañía de sus esclavos; pues el rey daba por hecho que los chicos tenían que ir con el conde y sentarse como caballeros junto a su señor el rey.
Ni que decir tiene que lo que más deseaba Don Alfonso era alargar lo más posible el tiempo al lado de su sobrino, pero no por ello dejaba de querer también estar con el conde y con los otros chavales que tan guapos y agradables le parecían a su amada Doña María.


Nuño salió del palacio real y se detuvo con los muchachos en la plaza del zoco, que hervía de animación, pues era día de mercado y estaba concurrida como una feria.
 Todas las etnias y credos que formaban la población de la ciudad estaban allí y las transacciones, regateos y chalaneos entre mercaderes y compradores daban ritmo al ambiente y el vértigo de ver un sin fin de gentes trajinando de un lado para otro provocaba a veces aturdimiento y hasta un ligero mareo.

El mancebo le sugirió a su amo que comprase regalos para la condesa y también para los niños y Blanca, la hermana de Iñigo, que era la mejor amiga y confidente de la querida Doña Sol.
Y Nuño, como de costumbre frunció el morro por un instante, porque ese tipo de compras le gustaban poco y decía que no servía para andar viendo chucherías y baratijas o trapos; pero, también como siempre, terminaba dejando que el mancebo le aflojase la bolsa y luego gastaba más de lo previsto y querido por Guzmán.
Pues si en algo destacaba la magnanimidad el conde era por su esplendidez con quienes amaba; y a su familia la adoraba sin ninguna limitación ni reserva ni restar con ello la fuerza del amor por el mancebo.

Y Guzmán, ayudado por Iñigo y Ramiro, ya que Sergo no entendía de florituras ni lujos y se quedaba al margen de andar revolviendo en los tenderetes de los mercaderes al igual que el amo, adquirieron muchas cosas bonitas y valiosas y entre ellas compraron a un orfebre judío una sortija de oro con esmeraldas, traída de la India, que en palabras del mancebo luciría hermosa en los finos dedos de la encantadora esposa del conde feroz.

Y volvieron al castillo para retozar hasta el agotamiento antes de ir al palacio de Galiana a cenar con el rey y su amante.

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