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Autor: Maestro Andreas

jueves, 28 de marzo de 2013

Capítulo XLIX


En cada alto que hacían durante el viaje, el conde dejaba descansar a las caballerías, pero no tanto a sus esclavos a los que usaba de uno en uno o por parejas y les dejaba el culo en una situación nada apropiada para seguir montando a caballo.
Continuaban el camino con las nalgas calientes y el ojete escocido, pero ninguno iba descontento con su suerte ni podía quejarse por tener los cojones doloridos y sobrecargados de leche.

Pero durante la primera etapa no quiso el conde detenerse demasiado, pues no las tenía todas consigo respecto a que algún otro sicario del infante Don Fadrique volviese a intentar asaetar al mancebo o herir a cualquiera de los otros mozos confundiéndolos con ese otro cuya vida le molestaba a ese príncipe traidor.
Cualquier ruido o sombra sospechosa era motivo de alerta en el séquito del conde y los imesebelen vigilaban todos los frentes y los flancos, sin quitar ojo tampoco a la retaguardia, y hasta por las noches cuatro de ellos montaban guardia alrededor del campamento si pernoctaban en frágiles y ligeras tiendas de campaña, fáciles de armar y desmontar con rapidez, pues así lo aconsejaba la premura conque el conde pretendía recorrer la distancia entre Toledo y Villa Real, población fundada por don Alfonso X donde se encontraba un pueblo llamado Pozo y convertida más tarde en ciudad con el nombre de Ciudad Real en honor a su origen regio.

El camino no era adecuado para ir muy acelerado precisamente, mas Nuño no se arredraba por los accidentes naturales ni la agreste orografía del terreno y picaba espuelas sin tener en cuenta ni la fatiga de los caballos ni la de los jinetes, a veces rendidos por el sueño o oyendo sus tripas que protestaban de hambre.
Es verdad que luego a los chicos les compensaba con leche de macho, además de repartir con ellos las provisiones que llevaban para el viaje, y también siempre caía alguna pieza de caza abatida por las flechas del mancebo o de Sergo, que a los dos se le daba muy bien esa suerte de caza.


Y también el conde e Iñigo y Ramiro se lucían lanceando un venado o un jabalí que, para desgracia del bicho, les saliese al paso.
Y los eunucos y los napolitanos se encargaban de aderezarlo y asarlo a la lumbre de una hoguera, con tal tino y mano para sazonar esa carne que todos se chupaban los dedos y elogiaban la pericia culinaria de esos chavales.
Y Rui también tenía su cometido, pues preparaba la mesa y ponía el servicio necesario para el almuerzo o la cena, aunque estando de camino no era menester esmerarse mucho en la etiqueta.

Las costumbres y modales en la mesa de los guerreros estando en campaña o viaje no eran en modo alguno de maneras exquisitas, pero tampoco se alejaban mucho de las que se veían en los banquetes cortesanos de la época.
Sin duda los nobles y reyes árabes cuidaban mucho más las formas y la cortesía a la hora de paladear y degustar los ricos platos que sus cocineros preparaban minuciosamente presentados y elaborados con exquisito gusto.

Y los dos eunucos procuraban inculcar algo de ese refinamiento en la mesa del conde sin conseguirlo del todo.
Y no era porque al amo o a los chicos se le escapase un eructo o ventosidad, cosa normal también entre los árabes, sino por la forma de agarrar con las manos y pegarles dentelladas a los alimentos como si en lugar de hombres fuesen lobos salvajes, sobre todo si el hambre les apretaba la barriga y les hacía cantar las tripas.

Antes de llegar a Villa Real el conde mandó parar y recobrar resuello y se sentó sobre una piedra ordenándoles a sus esclavos que lo rodeasen sentados en el suelo.
Le dijo a Ramiro que se acercase más a él y al tenerlo más a mano le ordenó ponerse a cuatro patas ante él y sin más le bajó las calzas dejándole el culo al aire.
Nuño le palpó las nalgas y sacó la verga ya empalmada para manoseársela mientras jugaba con los dedos en el ojo del culo del mozo.

Ramiro ya no sentía vergüenza por estar así delante de sus compañeros, ni porque el conde le sobase el culo o le penetrase el ano con lo que fuese, y cerró los ojos gimiendo de gusto por las caricias que el amo le hacía dentro del recto.
El conde estaba muy cachondo y su polla era un claro exponente de la excitación que sentía al ver y tocar la carne de ese chaval.
Lo deseaba intensamente y cuanto más lo poseía más ansiaba volver a montarlo para preñarlo como a una joven yegua.


Realmente las cachas del rapaz eran hermosas y al conde le atraían sobre manera tanto por su textura como por ese aspecto de virilidad que tenía todo el cuerpo de Ramiro.
Y por eso, al follarlo, Nuño sentía algo distinto y más parecido a lo que excitaba su libido el fuerte lomo y las ancas recias de Sergo, que parecían las de un pesado caballo de guerra, acto para soportar la carga del enemigo.

Iñigo era el gozo de joder un cuerpo celestial y ligero como la pluma de un faisán blanco; y sentir la carne suave del chico le transportaba al edén de lo seres etéreos e inmortales.

Pero para el conde el sumo deleite era ese otro cuerpo dorado y fino como el de un corzo, cuyo salto es el más elástico y elegante que pueda darse.
Ese rostro que le hacía perder la noción del tiempo al admirarlo y el perfume natural de su cabello que lo embriagaba con más intensidad que el buen vino que se cosecha a la ribera del Duero.
Guzmán, ese furtivo que encerraba en su carne el alma de un príncipe y el corazón del más regio león.
Su amado y su vida sin que ningún otro pudiese desbancarlo del lugar que ocupaba en el corazón del conde.
Sin embargo en ese momento Nuño necesitaba ver y sentir con sus dedos la bella estampa de Ramiro y gozarlo en plena naturaleza viendo como los otros esclavos rogaban con los ojos la suerte de su compañero por ser el elegido del amo para complacer su lujuria.

Pero le había tocado a Ramiro y su ano ya notaba el paso de la verga del conde pretendiendo llegar lo más dentro posible.
Lo tenía ensartado y comenzaba a moverse dentro de sus tripas para follarlo; y el chico temblaba y sentía escalofríos por la espalda cada vez que el conde empujaba con más fuerza y notaba que el ojo del culo quería romperse.
Nuño le acarició el lomo como a un potro y volvió a sobarle las cachas con las dos manos, apretándoselas fuertemente, y Ramiro se estremeció y su polla comenzó a correrse.

Y eso al conde le dio pie para azotarle el culo con ganas y hincársela con más ímpetu hasta derramar su leche dentro de él.
Ramiro lloraba por no poder aguantar sin eyacular hasta que el amo hubiese terminado o le permitiese soltar su semen, pero el conde lo abrazó y lo besó en la boca diciéndole que por esa vez se lo perdonaba, pero que al llegar al castillo de Alarcos le enseñaría a sujetar el semen en sus cojones.

Ese castillo, situado en el cerro del mismo nombre y a pocos kilómetros de Villa Real y escenario de la batalla en que los almohades derrotaron a las tropas castellanas en el año de gracia de mil ciento noventa y cinco, sería el lugar donde harían el próximo alto en el viaje hasta el sur, ya que estaba a medio camino entre Toledo y Córdoba, ciudad a la que se dirigían como paso previo para llegar a Tarifa.


El conde prefería albergarse en una fortaleza, en lugar de una casona por muy confortable que fuera, y Villa Real carecía de un castillo adecuado para darles suficiente seguridad.
Y por eso decidió ir al de Alarcos y no cruzar la puerta de Toledo de Villa Real, sustentada por dos torreones a cada lado y adornada por seis arcos ojivales, que el rey Don Alfonso mandará construir como acceso a esa villa fundada a iniciativa suya.

Y en ese castillo Nuño descansaría con sus hombres; y su alcaide, hombre de confianza del rey, le proporcionaría cuanto necesitasen para alojarlos con la dignidad que merecía un ilustre personaje de la más encumbrada nobleza del reino.

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