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Autor: Maestro Andreas

sábado, 2 de marzo de 2013

Capítulo XLII


El rey decidió retrasar un par de días más su entrada oficial en Toledo con el fin de estar menos atareado para investigar por su cuenta de donde procedía el ataque a su sobrino.
Tenia bastante claro que era obra de alguno de sus hermanos y se inclinaba por pensar mal de Don Fadrique, aunque antes de formular una acusación formal en un asunto tan serio, Don Alfonso tenia que estar muy seguro y sin ningún género de dudas que ese infante fuese el culpable, además de averiguar quienes estaban implicados en la conjura.


Evidentemente el rey había venido a Toledo de incógnito, pero no solo.
Varios espías se le habían adelantado por una simple cuestión de seguridad de la real persona y uno de ellos era el pordiosero que había advertido al conde respecto al alcaide y al limosnero de la catedral.
Efectivamente los informadores del rey ya a estaban sobre la pista de esa trama mortal contra el mancebo, pues al parecer no sólo el soberano sabia que ese joven infante todavía estaba vivito y coleando.
Y de qué manera coleaba el mozo!

El alcaide recibiera contundentes órdenes de ese hermano del rey en el sentido de que su resucitado sobrino no saliese vivo de Toledo; y Don Senén, por la cuenta que le traía dada la mala baba de ese infame al que obedecía como un perro fiel, ya tenia urdido el plan para acabar con Guzmán, aunque nunca imaginó, ni él ni su malintencionado señor, que también viniese a Toledo el rey antes de lo previsto.

Aparte de que Don Fadrique tampoco sabia que su hermano mayor y soberano, estaba al corriente de la inoportuna noticia sobre la falsa muerte del sobrino.
 A la vista de los informes que recibió el monarca de sus espías, tomó las medidas que estimó necesarias para la seguridad de su sobrino, pero no calculó bien el riesgo y se expuso demasiado al no querer ir por la ciudad con más compañía que la del mancebo y su dos compañeros de armas y esclavitud.

Tenia su razón al hacerlo así, puesto que de llevar una fuerte escolta todo el mundo supondría que esos hombres encapuchados no eran individuos corrientes y bajo sus mantos se ocultaban señores principales y de muy alto rango.
Incluso tanto como para tratarse del mismo rey en persona.
Y eso no le interesaba a Don Alfonso que pretendía pasar inadvertido durante unos días para disfrutar tranquilo de la compañía de su amante y también estar más tiempo son ese muchacho de su sangre que recuperaba otra vez.
Sin olvidar que la ignorancia de su presencia en la ciudad le permitía trabajar estrechamente con los eruditos de la escuela de traductores y esas actividades puramente culturales y científicas eran del absoluto agrado del rey al igual que escribir las Cantigas o dedicar tiempo a la música.
Don Alfonso era tan artista como guerrero o buen estadista y posiblemente uno de los hombres más cultos no sólo de sus reinos sino también de Europa.

Para el rey la seguridad de su sobrino la consideraba cuestión de estado, como si se tratara de su propio heredero, y a mayores de los espías desplazados a Toledo, también enviara, con la más absoluta reserva, un reducido destacamento de Monteros Reales de su total confianza, tanto para se seguridad personal como para cumplir las órdenes que tuviera que mandar ejecutar de inmediato si las cosas tomaban un cariz poco fiable o claramente peligroso.


Esa mañana en el castillo de San Servando recibieron una inesperada visita de la guardia real que, como por obra de encantamiento y sin que nadie supiese que estaban ya en Toledo, aparecían frente a los muros de la fortaleza completamente uniformados y armados hasta los dientes, con los pendones reales desplegados y llevando en su mano el alférez que los mandaba un pergamino enrollado y lacrado con el sello de Don Alfonso X de León y Castilla.

Y el oficial requirió que les abriesen las puertas y se anunció como mensajero del rey para entregar la misiva que portaba al muy noble conde de Alguízar.
Los guardianes de la fortaleza acudieron al alcaide para proceder en consecuencia y éste mandó que se franquease la entrada a los Monteros del rey.
Y bajó al patio de armas el conde y el alférez le entregó lo mandado por el monarca, su señor, y Nuño, desplegando el pergamino leyó despacio y en silencio y sin enrollarlo de nuevo miró al mancebo y con voz firme y autoritaria dijo bien alto para que todos los presentes pudrirán oírle: "Alcaide, por orden del rey habéis de entregarme este castillo y desde ahora su guarnición queda relevada por estos hombres de la guardia real, ya que el rey se alojará en ella durante su estancia en Toledo.
Sin embargo, señor alférez, yo asumo el mando de la fortaleza y toda su dotación desde este momento, por lo que quedáis bajo mis órdenes...Y que se cumpla de inmediato el cambio de guardia y que todos los soldados que hasta ahora formaban parte de las fuerzas bajo el mando del alcaide entreguen las armas y formen en este patio para recibir nuevas órdenes y conocer su futuro destino".

Y, como autómatas y entre murmullos, los hombres del alcaide fueron amontonando el armamento y formando en filas de a tres en el centro del patio del castillo.
Y después que el último quedase desarmado, el conde dio la orden de apresar al alcaide mostrando a todos el contenido del escrito real.
Don Senén quedó sorprendido, pero cualquier reacción en contra ya era vana, pues no contaba con seguidores en condiciones de ayudarle a evitar el arresto.
Ninguno de sus hombres tenían armas para defenderlo y ante la cruda realidad y la fuerza que tenía en su contra, el alcaide desenvainó su espada y sujetándola por la hoja la entregó al conde que la tomó por la empuñadura.
Y con ese gesto Don Senén se rendía sin condiciones y se ponía a disposición del conde y bajo su consideración y clemencia.

Pero cómo esperaba aquel desgraciado que el conde tuviese benevolencia con un reptil despreciable que intentara matar a su amado.
Eso ni era posible ni estaba en el ánimo de Nuño perdonar ni ser clemente con quien pusiese en peligro la integridad de Guzmán.
El alférez le dijo al conde que su señor deseaba hablarle cuanto antes, por lo que debía ir al palacio de Galiana sin demora.
El conde feroz, con los ojos inyectados en sangre y el furor rebosando por su boca, pasó revista a los soldados y servidores del alcaide y ordenó separarlos en función de su edad y su aspecto.
Realizó un primera investigación para averiguar cuales estaban más implicados con su jefe y mandó que encerrasen a estos secuaces del alcaide en las mazmorras del castillo.

Pero a Don Senén le reservó una jaula de hierro en la misma sala de tortura que había en uno de los sótanos de la fortaleza.


Y los servidores y soldados más jóvenes y de buen ver fueron llevados a otra sala menos lúgubre, pero también dotada de algunos instrumentos de tortura, hasta que el conde decidiera que hacer con ellos.

Y no era aventurado asegurar que iban a ser sometidos a un trato especialmente vejatorio sobre todo en sus partes por debajo de la cintura.

Dos corceles ligeros como el aire abrieron la marcha saliendo del castillo de San Servando a lomos de los cuales montaban el conde y su amado, seguidos por otros jinetes a todo galope de sus caballos en dirección al puente de Alcantara.

Con Nuño y Guzmán, además de Sergo, Iñigo y Ramiro, iban cuatro imesebelen cuyos músculos restallaban al sol como el mármol negro.
Y todos apretaban los dientes para contener la furia y la inmediata ansia de vengar la afrenta del alcaide o de quien estuviese detrás de esa mano asesina.
Pero antes de dar cumplida venganza y castigo a los viles seres que temblaban por su suerte en las profundas entrañas de San Servando, tenían que ver al rey y escuchar cuanto quisiese decirles con respecto a los hechos y motivos por los que ordenara la detención de Don Senén y sus acólitos en la guarnición del castillo.

Era posible que Don Alfonso ya tuviese la clave de todo el asunto y el alcance de la conjura; e incluso que tales arrestos sólo fuesen el principio de una larga lista de ejecuciones tendientes a acabar por esta vez con una trama perversa en contra del muchacho que el rey amaba tanto como a sus propios hijos.

Y ese cariño del tío hacia el sobrino podría ser la causa del odio que otros parientes sentían hacia ese joven infante.
Porque cuando el poder es grande, suele ser mayor la ambición y las aspiraciones casi siempre bastardas se disparan y surgen a la sombra del poderoso, como las setas nacen en los montes al darles la luz de los primeros rayos calientes del astro rey, tras nutrirse con el frescor de la lluvia.

Pues así, como hongos, algunos cortesanos chupan el frío jugo de los favores y prebendas del soberano y sorbiendo su esplendor y grandeza medran y aspiran cada día a mayores cotas de poder.

Esa es la condición de los hombres que suelen pulular por los salones de una corte y se llaman a si mismo cortesanos.
El mismo calificativo que reciben las putas con cierta clase y distinción.

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