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Autor: Maestro Andreas

miércoles, 27 de febrero de 2013

Capítulo XLI


Y de vuelta al castillo de San Servando el conde se enteró de la aventura que habían corrido sus chicos en compañía del rey.
De entrada no pronunció palabra, pero de inmediato abofeteó al mancebo, que fue quien se lo contó, y lo hizo, más que por castigo al no decírselo de inmediato, por un sentimiento de frustración, mezclado con rabia y una insoportable sensación de impotencia al no estar presente y defender el mismo la vida de su amado.
Pero acto seguido lo abrazó como si una luz le iluminase el cerebro repentinamente y entendiese quien era el objeto del inesperado ataque a pleno día aún y en un cruce de callejas del centro de la ciudad.
Y fue tal el apretón que Nuño le dio a Guzmán entre sus brazos, que el chico casi queda sin aire en los pulmones y los nervios le traicionaron y rompió a llorar como si estuviese perdido en medio de la nada.

El rapaz también suponía que vida buscaban aquellos hombres, que después de muertos no despejaron la incógnita del frustrado atentado, ni tampoco el rey reconoció en sus caras por orden de quien actuaban esos miserables.


Y Nuño vio claro el motivo por el que el monarca recompensaba a Sergo y Ramiro al hacerlos caballeros y comprendía el alcance de las palabras de Don Alfonso al encomendarles la custodia de su sobrino.
Su amado estaba en grave peligro y no sabían de donde provenía la amenaza ni de quién era la mano que ordenaba su muerte.
Sin duda de un corazón bastardo y ambicioso, pero las meras sospechas no bastaban para detenerlo y urgía poner remedio a tal situación de peligro.

Y la mente de Nuño empezó a cavilar y quería ir atando cabos para llegar a una conclusión aceptable, pero podían ser varios los responsables y el tiempo apremiaba y corría en su contra para descubrir algo que les diese una pista para saber hacia quienes tendría que descargar su ira y su venganza.
Porque si un día hizo pasar por muerto al mancebo para no perderlo, ahora mataría por mantenerlo vivo a su lado.
Y esta vez contaba con el apoyo del rey y su beneplácito para asestar el golpe mortal a quien fuese culpable de tal hecho.
 
Los otros esclavos no se atrevían a respirar demasiado fuerte por si les caían otras hostias como las recibidas por Guzmán en plena cara.
Pero estaban preocupados y comenzaban a entender también cual era la gravedad de la situación y el riesgo en que se encontraba la vida de su compañero.
Y eso a Sergo le descomponía el alma y Ramiro no encontraba como mostrarle al conde y a Guzmán su devoción y entrega para salvarlos de todo mal, aún a costa de su propia vida aún por gozar y colmar de dicha y ambiciones de felicidad y placeres.

Y esta vez fue Iñigo el que cortó el aire denso de la estancia mencionando tímidamente la posibilidad de que el responsable del asalto fuese el alcaide de la fortaleza en donde se encontraban.
Como apuntó el chico, ese hombre, además de ser el primero en enterarse de que ya estaban en Toledo y pudo alertar a sus secuaces, sólo él había visto a los chicos y estaba en situación de asociar la imagen de uno de ellos con las descripción que le pudieran haber hecho respecto al mancebo.

También era cierto que a pesar de no haber hablado el conde con el infante Don Sancho, ni con cualquier otro responsable de la catedral toledana, el infante ya estaría al corriente de su llegada a Toledo por cualquier conducto de lo habituales, como el chismorreo de los criados del castillo o las habladurías de las gentes que los vieran pasar por las calles.
O simplemente por sus informadores y espías, que sería lo más probable. y por ello también pudiera ser el culpable de la agresión.
Pero, como insistió Iñigo, sólo Don Senén sabía como eran los jóvenes que acompañaban al conde y si uno de ellos podía ser el sobrino del rey.


El alcaide seguramente sabía de antemano que habría de ser un joven muy hermoso, de pelo brillante y oscuro y ojos negros con reflejos de plata.
Y su piel, tamizada por briznas de fino vello, tiraría a un ligero tono del color de la canela y ser tan suave como el terciopelo de seda.

Pero esa imagen no pudo ser apreciada por los atacantes, ya que todos los chicos iban tapados con mantos largos y amplios y sus cabellos se ocultaban bajo sendas capuchas que les cubrían hasta los ojos.
Sólo apreciaron unos cuerpos mozos y ágiles, pero cualquiera de ellos pudiera haber sido el que buscaban para darle muerte si la suerte les hubiese favorecido a ellos en lugar de ser generosa con el rey y los muchachos.

Nuño recuperó la calma y se dijo a si mismo que no debía alarmar en exceso a sus muchachos y que lo mejor, para que cogiesen el sueño y durmiesen tranquilos esa noche, era agotarlos follando y dejarlos totalmente relajados y con los cojones vacíos.
Y de paso evacuar y aligerar los suyos también, pues ya le estaban doliendo demasiado al cargársele excesivamente viendo lo guapos que estaban sus chicos en la cena y lo bien que se les marcaba el culo con esas calzas ajustados y de colores brillantes.
Esos jamoncitos querían ser catados y comidos por un experto y ese no era otro que el conde feroz, su amo y señor.

Y vaya si se los comió a todos!
E incluso repitió y los saboreó despacio con dientes, manos y polla.
Y les dio por el culo a los cuatro por igual tiempo y de la misma manera.
Pero hubo alguna novedad en la rutina acostumbrada desde que llegaran a Toledo.

El conde permitió que tanto Sergo y Ramiro se la metiesen a Iñigo al mismo tiempo y, después de ser follados por el amo, así como también Guzmán y el propio Iñigo, les mando a los dos machos más jóvenes que le follasen por turno la boca y el culo al mozo que tanto querían y cuya vida debían de guardar y proteger con la suya si ello fuese necesario.


Y los dos se beneficiaron al mancebo de una forma brutal, como queriendo darle con su semen la misma vida que estaban dispuestos a sacrificar por él.

Y otro cambio consistió en ordenar que a todas horas y sin excepción alguna dos imesebelen al menos custodiasen al mancebo y lo escoltasen a todas partes.
Y que sería así y su orden no se quebrantaría por nada ni nadie, ni aunque se le pusiese al rey en la punta de la polla ir por ahí sin ser protegidos por esos imponentes guerreros negros por no llamar la atención y que alguien supusiese que uno del grupo era el rey de León y Castilla en persona.
Porque esa fuera la excusa que dio Don Alfonso para que solamente los acompañasen Sergo y Ramiro esa tarde.
Y ya y sin dilación alguna, dos africanos pasarían toda la noche a la puerta del aposento, sentados en el suelo y vigilantes como lechuzas, para impedir sorpresas desagradables por parte del alcaide o de la madre que hubiese parido a cualquier otro agresor que pretendiese volver a atentar contra el mancebo.

Esa noche y las sucesivas, dos recios soldados negros no follarían ni se la cascarían para cumplir con la sagrada misión de velar por la seguridad y la vida de su príncipe.
Porque Guzmán, más nombrado y conocido por ellos como Yusuf, era su señor natural y el legítimo heredero de la dinastía de los califas almohades de Al-Andalus.
Y esas eran palabras mayores para tales guerreros, que durante generaciones enteras formaron la guardia personal de esos soberanos señores.
Una escolta cruel y sanguinaria, sin más sentimiento que obedecer al califa y cuyo único lema era morir matando por su amo y para salvar su vida.
Y dos de ellos ya se habían sacrificado en el asalto a un castillo en Nápoles, pues de los ocho que le fueron regalados en Sevilla al mancebo sólo quedaban seis.

Seis toros o mejor búfalos salvajes y poderosamente mortales en la lucha empuñando con garra sus cimitarras, cuyo corte podía seccionar el torso de un hombre en dos partes.
Eran los mismos hombres que en el amor se volvían tiernos y amables con sus amados y con sus enormes vergas los saciaban de placer y leche hasta no querer dormir ni una sola noche sin haber probado la fuerza sexual de tales sementales.
Y que nada más despertar de nuevo volvían a llenarles las tripas o la boca de un semen tan grueso y abundante como la leche de una vaca.





Nuño estaba preparado para conjurar a la muerte ganándole una vez más la partida, si sabía mover las fichas con suficiente habilidad y pasearlas con astucia por el tablero del ajedrez para que no le diesen jaque mate a su amado mancebo, que en el fondo era su verdadero rey en la dura partida de la vida.

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