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Autor: Maestro Andreas

domingo, 16 de diciembre de 2012

Capítulo XXII


Al ver aparecer a lo lejos la silueta de las imponentes murallas de la ciudad de Avila, Nuño llamó a Guzmán para que se acercase con su caballo y mandando parar la marcha, le dijo: “Míralas! Son tan magníficas como inexpugnables! Ahí tienes esa ciudad que tras la invasión de tus parientes árabes quedó despoblada y abandonada como otros muchas de su entorno.
Y fue precisamente otro antepasado tuyo, Raimundo de Borgoña, primer conde de Galicia y yerno de Alfonso VI, al casarse con su hija y heredera Doña Urraca, y, por tanto, fundador en estos reinos de la casa real de Borgoña a la que perteneces, quien por orden del rey repobló estas tierras desoladas por las guerras, fortificando y cercando las ciudades para proteger mejor a la antigua capital del reino visigodo de Hispania, la hermosa ciudad de Toledo, que pronto conocerás...
Debería erizarte los pelos del cuerpo pensar en tantos hombres y mujeres ilustres que han ido formando las dinastías de las que eres un destacado vástago.
Sino famoso por tus hazañas guerreras, que también las tienes en tu haber, al menos lo eres por tu extraordinaria belleza que supera en mucho a todos los que antes te precedieron en esas familias.

Eres el fruto del amor de dos razas y dos creencias y eso dio como resultado un ser único del que puedo presumir porque es mío.
Me perteneces, pues eres mi esclavo... Nunca un caballero ni tan siquiera un rey pudo enorgullecerse de ser el amo de una criatura tan excelente en virtudes como tú... Aunque a veces he de bajarte los humos con algunos azotes bien dados para ponerte en el sitio que debes estar para no olvidarte jamás que sólo eres una más de mis propiedades.
 Muy estimada, eso sí, pero un ser sin libertad ni voluntad propia al fin de cuentas... No es verdad?”
 “Sí, mi amo”, respondió el mancebo con los ojos llenos de emoción oyendo al amo decirle a su modo que lo amaba y estimaba con toda la fuerza de su corazón.
Porque esa era normalmente la manera con la que el conde le hacía ver a su esclavo que lo admiraba y lo deseaba sobre cualquier otra criatura sobre la tierra.
A no ser en la cama y cuando los otros esclavos ya dormían, porque en esos momentos de intimidad entre los dos, Nuño le susurraba a su amado las más tiernas y dulces palabras de amor, que el mancebo correspondía con la misma devoción y pasión del primer día en que lo poseyó su amante y lo hizo suyo.


El cerco de piedra almenado que rodeaba Avila se extendía ante ellos sin dejar ver un final a ese cinturón pétreo que guardaba la ciudad.
Todos los chicos se asombraron al ver tal fortaleza y Sergo le preguntó al conde cuantos hombres y en cuanto tiempo había levantado todo ese enorme muro para proteger a los ciudadanos que habitaban allí.
Al chico le preocupaba mucho la seguridad de las personas que vivían en los poblados, pues procedía de una tierra asolada por piratas y por guerreros venidos del norte, que no dejaba títere con cabeza cuando llegaban a las costas del noroeste, donde él sufrió tanto sus ataques como el desprecio y hasta la persecución de las gentes sencillas de esos lugares dado su parecido físico con los llamados demonios rojos.
Que según el conde eran tan sólo vikingos procedentes de las latitudes del norte del continente europeo.
Pero para Sergo eso quedaba muy lejos y si era hijo de uno de ellos bastante desgracia le había dejado en herencia, puesto que no sólo no llegó a conocerlo nunca, sino que también lo dejó abandonado a su suerte al morir su madre prematuramente.
Fuese hijo de un guerrero o del mismo jefe de los vikingos, lo cierto era que él estaba más dejado de la mano de Dios que un perro sarnoso.
Y, aun perdiendo la libertad, sabía que junto a Guzmán y perteneciendo al conde, las cosas eran diferentes y nadie volvería a despreciarlo ni a golpearlo con palos sin probar el filo de la espada de su señor.
Ahora se sentía no sólo protegido sino también acompañado y querido.
Y, lo más importante, sabía por fin que formaba parte de una familia y era realmente feliz por primera vez.

Esos pensamientos no podía entenderlos Ramiro ya que él naciera en el seno de una noble familia, acomodada en la abundancia, orgulloso de su linaje y jactándose desde que tuvo uso de razón de su hidalguía y el lustre de los blasones que enseñoreaban el portalón de la casona de sus padres y abuelos.
Este muchacho lo tuvo siempre muy fácil y conseguía cuanto deseaba tan sólo por ser uno de los vástagos de un señor feudal, suficientemente poderoso como para ser respetado por todos.
A Ramiro solo le sonaba que la libertad era para los de su clase y el resto estaban en el lugar que les correspondía y merecían por nacer siervos o esclavos.
Y si no lo eran ni tampoco pertenecían a la nobleza, engrosarían el incierto número de plebeyos que pululaban por la villas y las ciudades.
Los campesinos, por supuesto, eran en su mayoría siervos de la gleba y no se diferenciaban demasiado de un vil esclavo, ni podían dejar las tierras de su señor ni irse a otras sin su permiso y siempre que los liberase, normalmente a cambio del pago de un precio, de la obediencia y acatamiento que le debían.
Eran parte de las propiedades del amo y señor de las tierras y en algunos casos menos valiosos que un buen caballo o toro para cubrir las vacas de los rebaños del propietario de sus vidas y haciendas.
En su casa había siervos y esclavos y él nunca podría servir a otro en tal condición pues había nacido para ser señor y no un ser vil comparable a un animal para hacerlo trabajar como una mula.
O servir de puta a otro hombre, tal y como pretendía el conde, aunque el chico parecía no darse cuenta de su situación y destino inminente.
Y mientras llegaba el momento de que Ramiro fuese montado como otra perra más del conde, Rui ya se hacía la boca agua y tenía en el paladar el gusto a la miel que le dejaría ese mozo en su boca en cuanto llegasen a la ciudad y se aposentasen en el palacio del conde Alerio.

Sabía que su carne padecería la calentura del chico almacenada durante el trayecto y le metería la verga por todas partes y orificios capaces de engullirla entera.
Y el sabor y la textura de esa leche que le daba le hacía revivir al muchacho y sentir que, para él y de un tiempo a esta parte, la vida era maravillosa.
Sobre todo debajo del cuerpo de Ramiro y con su polla clavada en el culo dándole caña a mazo.
Y qué más podía querer y esperar un chaval de su condición y procedencia?
 Acaso iba a tener la suerte de ser el capricho de un señor poderoso, como en cierto modo le ocurriera al mancebo, que lo encumbrase por encima de sus afines para convertirlo en casi noble o ser tratado como tal?
Eso era improbable aunque no imposible, ya que el chaval era joven, guapo y estaba tan rico como un queso fresco de cabra; sobre todo el culo, que parecía una bolla de pan bien horneada y todavía humeante para hincarle el diente con todas las ganas.
Hasta el conde, al que si algo le sobraban eran culos para meterla, estuvo tentado más de una vez en ventilarse al muchacho y apretarle las nalgas con las manos mientras lo follaba sin piedad, tal y como hacía Ramiro.

Todos podrían tener en mente algo que ilusionaban hacer o tener, pero sus vidas y pasiones estaban regidas por el conde y dependían de su voluntad para hacer cualquier cosa y más si se trataba de sexo.
Aunque en su mayoría, el que más y el que menos, desease estar con el joven que más le gustaba para pasar un buen rato follando.

Eran muy jóvenes todavía todos ellos y era normal que siempre tuviesen ganas de jarana y de meterla o tenerla metida para gozar y sentir como sus cuerpos y almas se elevaban del suelo en un paroxismo de lujuria y placer casi animal.
Y si alguien entendía esa necesidad de explayarse sexualmente era el conde feroz, pues él no concebía su vida sin esos esclavos a los que adoraba y usaba sin límite alguno.
Verlos era desearlos y casi de inmediato tenerlos.
Y al aparecer en escena un posible candidato a ser suyo y gozarlo como a los otros, a Nuño se le nublaban las entendederas y no paraba hasta lograr sodomizarlo repetidas veces para que quedase bien follado y le tomase gusto a poner el culo más veces.
Porque ese era el único salvoconducto para entrar en su casa y pertenecer al cuerpo de elite de sus hermosos guerreros esclavos.
Amainaron el trote al ir aproximándose a la ciudad y vieron de lejos y al oeste, en la margen derecha del Adaja, una ermita, la de San Segundo, que incluso a distancia le pareció preciosa al mancebo y le pidió al amo que le dejase ir a verla.

Nuño consintió en ello y se desviaron para cumplir el antojo del esclavo, aunque no le dejó perder demasiado tiempo en esa visita.
El conde ya tenía prisa por llegar al palacio de su pariente y descansar a pierna suelta después de quitarse de encima todo el polvo acumulado en esa jornada.
Y al acercarse al recinto amurallado de Avila, se toparon en la explanada del mercado grande y frente a la puerta del Alcázar, con una iglesia, en la que ya no se detuvieron, y que según Nuño estaba dedicada a San Pedro.
 Guzmán hubiese querido verla también, pero no quiso estirar en exceso la cuerda por si rompía y la daba con fuerza en los morros convertida en la mano de su amo.
Pero en cuanto traspasaron las murallas de la ciudad, el mancebo no dejaba de ver para todos lados observando bien las construcciones que encontraba a su paso por las callejas y plazas que atravesaban, sobre las que destacaba la catedral, templo bajo la advocación del Salvador, comentando sus estructuras y belleza con Iñigo y Sergo, hasta llegar por fin al palacio del conde Alerio, pariente de la difunta madre de su señor, donde se hospedarían mientras permaneciesen en esa ciudad castellana.

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