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Autor: Maestro Andreas

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Capítulo XVII


Quedaba poco para llegar a Salamanca, tras unas cabalgadas extenuantes y sin dar resuello a los caballos, cuando al conde se le ocurrió que Ramiro, en compañía de Rui, Iñigo y Sergo, se adelantasen apretando el paso para localizar un lugar donde abrevar a las bestias y adecentarse ellos mismos antes de hacer su entrada en la ciudad.

Los chicos así lo hicieron y ya alejados del resto del grupo algunas leguas, al bordear un otero casi pisotean a dos rapaces de aspecto cativos tirados sobre el camino y atados de pies y manos.
Y nada más detenerse para saber que les ocurría a los tales, una docena de salteadores de caminos cayeron sobre ellos derribándolos de sus monturas y haciéndolos presos.


Los chicos no pudieron ni desenvainar sus espadas cuando ya estaban en el suelo sujetos por tres garrulos cada uno, sucios y que apestaban a vino y miseria.
Les ataron las manos y sujetos por el cuello los llevaron con los dos señuelos hacia un bosque cercano donde los amarraron a todos a unas encinas ya añejas y cuyas frondosas copas oscurecían más el futuro de los indefensos muchachos.
No pasara más de una media hora y los bandoleros, ebrios de vino, soltaban carcajadas viendo a los seis chavales con sus pechos pegados contra los troncos de los vetustos árboles y acompañaban su hilaridad con procacidades e insultos relativos a las frescas carnes de aquellos chicos, que los trataban como si fuesen hembras lozanas y les pusiesen las pollas a esos ruines malandrines como tarugos tan tiesos y duros como vergajos.

Uno de los jodidos cabrones, tambaleándose, se fue derecho hacia uno de los cativos usados de cebo, y con una navaja trapera le rasgó la ropa por la espalda, rajando también el trasero de las calzas del chico.
Y le faltó tiempo para sacarse la sucia verga, dura como un ariete, y sin preparativo alguno ni lubricación violó al muchacho, que desgarró el aire con un grito feroz que aterró al mismo infierno, como si en lugar de meterle un cipote de carne lo hubiesen empalado con un hierro al rojo.
Los otros tipejos jaleaban a su compinche mientras se follaba al chaval y lo animaban a que le diese con más fuerza y le rompiese el culo para que sangrase como una moza al rasgarle el virgo.
Y el chico sangró, pero con más abundancia de la precisa para perder la virginidad y perdió también el conocimiento antes que el puto mamarracho que lo jodía terminase su fechoría eyaculando dentro de las tripas del infeliz.


Aquel espectáculo encendió los ánimos y la lujuria de los otros bandidos y varios abrieron sus braguetas para dejar salir sus putos carajos empalmados y mal olientes.
Y, metiéndose más vino al coleto, como si más que hombres fuesen odres, se lanzaron a por el resto de los muchachos y les arrancaron las vestiduras a todos con el fin de comenzar una brutal orgía a costa de sus jóvenes y preciosos culos.

Tanto Ramiro como Sergo e Iñigo se revolvían como perros rabiosos, dañándose las muñecas con las sogas, y proferían toda clase de maldiciones e insultos contra esa piara de cochinos encelados al ver sus carnes tersas y recias, pero sólo lograron excitar más a sus acosadores, al punto que unos a otros se disputaban ser el primero en catar sus nalgas y perforarles el ojete.
Y se enzarzaron en salvajes peleas entre ellos que terminaron con más de una cuchillada mal dada previsiblemente con consecuencias nefastas para el herido.

Y en eso, el jefe, que se mantenía un tanto al margen de la fiesta, se puso en pie y pegando un berrido de cabrón, el mal nacido hizo valer su privilegio de ser quien desflorase al furioso mozo de cabellos negros y cuerpo de macho cabrío.
Y el rufián, como si fuese a enfrentarse con un toro bravo en lugar de ir a mancillar el honor de una bella zagala, jodiéndola viva, que sería lo más apropiado dadas las circunstancias, se fue hacia Ramiro bajándose las calzas para poder darle por el culo con mayor comodidad.

Sergo, atado en la encima más cercana a la de Ramiro, le escupió al miserable jefe de los rufianes y éste, cabreado como un mono al que unos niños le hacen burla ante las rejas de su jaula, paró en seco antes de proseguir con sus aviesas intenciones y con titubeante paso de beodo y agarrando con la derecha su propio cinto de cuero, se acercó a Sergo y se dispuso a azotar la fuerte espalda y las nalgas del rubicundo chaval medio vikingo.


El gesto y la bravura de Sergo animó a los otros chicos y también escupieron a quienes se les acercaban y bramaban como leones intentando romper las cuerdas que los mantenían atados a los árboles.
Pero no sólo no consiguieron soltarse, sino que empeoraron las cosas, irritando más a sus captores, tanto al aumentar su enfado como incrementando sus ganas de partirles el ano con sus putos carajos de mierda.
Y el primero en pagar las consecuencias fue el otro rapaz que usaran como señuelo para atrapar a las cuatro prendas del conde, porque un zoquete empapado en vino por dentro y por fuera chorreado de orines, se la calcó de mala manera por el agujero del culo y también se lo rajó como al otro pobre incauto que fuera violado primero.
Y éste todavía gritó y aulló con más fuerza y rabia que su amigo y hasta las hojas de las encinas se estremecieron y se agitaron como si un viento repentino e inmisericorde las zarandease bruscamente.
Y a ese chillido sobrecogedor lo acompañaban los que emitía Rui, al que también se lo follaba otro desalmado con dureza y que atinó mal para clavársela por el ojo del culo, causándole un daño gratuito, y esos gritos de dolor se unían al zumbido de los latigazos que estaba recibiendo la carne de Sergo, comenzando ya a rompérsele la piel y señalarse con zurriagazos colorados que pronto se tornarían en malvas.

Iñigo se enfureció y sacó su orgullo de caballero y vástago de una noble familia con antiguos blasones y sólo logró que otro mequetrefe que no soportaría un par de hostias bien dadas lo agarrase por las caderas y se dispusiese a incrustarle su jodido pito por el culo, después de atizarle un cachiporrazo en el coco que lo dejó sin sentido.
Y Ramiro apretó los dientes y juró sin palabras llevar a cabo la más bestial de las venganzas contra todos aquellos hijos de la gran puta que los estaban jorobando y humillando tan miserablemente.

Y como si el cielo oyese sus pensamientos y esas palabras ahogadas en su garganta, una flecha surgida desde un infinito impreciso atravesó por la espalda el corazón del puñetero jefe de la banda, que cayó muerto al instante. Y sin solución de continuidad, relámpagos de hierro que destellaban ira cortaban cabezas y miembros como si se anticipara la época de la cosecha y las espigas de trigo cayesen limpiamente cortadas por la base de sus tallos.
Hasta el truhán que intentaba metérsela a Iñigo se quedó seco con el pito en la mano en cuanto la espada del conde lo decapitó de un tajado brutal.
Al resto se los iban cargando sin pausa, pero Ramiro gritó con furia que no los matasen a todos porque era preciso hacer justicia y tomar cumplidas represalias por los escarnios a que habían sido sometidos por esos hijos de mala madre preñada en noche de truenos por un cabrón de cuernos retorcidos.


El chico estaba ciego de ira y sediento de venganza cruel y necesitando que la sangre de aquellos peleles lavase su honor pisoteado y arrastrado por el lodo de una vergüenza y un oprobio sin precedentes para él.
Y el conde, aunque no aprobase del todo hacer una carnicería con los pocos supervivientes que aún quedaban enteros o medio completos, pero ya muy perjudicados, quiso complacer a ese altivo chaval y ordenó que no los matasen rápidamente y sin mayores trámites, permitiendo que el mismo Ramiro llevase a cabo su particular venganza.

Y de los cuatro facinerosos que le entregaron, a dos los abrió en canal, metiéndole la espada por el ojo del culo y retorciéndola a cada centímetro que avanzaba en su mortífero corte.
Y a otro lo cegó arrancándole los ojos con la punta de un puñal y, tras cortarle las orejas y la lengua, le amputó uno a uno los dedos de las manos y terminó dando muerte a un cuerpo que yacía inconsciente desde el segundo dedo que le cortara.
El otro se lo ofreció a Sergo y éste lo despachó con más prontitud partiéndolo en trozos a base de hachazos.
El mancebo socorrió a los otros dos chicos desconocidos que también fueran víctimas de los atracadores y ayudado por los eunucos procedió a limpiarles los esfínteres destrozados y curarles las heridas para evitar una infección que les trajese males mayores a los dos pobres muchachos.

Y en cuanto dejó a esos chavales en manos de los castrados, se acercó a Sergo y con un mimo exquisito le limpió la sangre de su espalda y aplicó sobre los verdugones uno de los milagrosos ungüentos que preparaba Hassan para aliviar el dolor y procurar remedio a tales magulladuras.
Y a Nuño le tocó atender las desolladas muñecas de Iñigo, que, con tanto forcejeo por desatarse, las tenía en carne viva y sangraba por la falta de piel.

Era un panorama lamentable y la comitiva del conde se había convertido sin sentido alguno en un hospital de campaña liando vendas y poniendo emplastos a unos y a otros.
Pero por fortuna el balance no era tan grave como pudiera pensarse y sólo había que lamentar un par de anos rotos y seis pares de muñecas severamente rozadas, además de los surcos sanguinolentos en la espalda del cachorro vikingo, gracias a la rápida intervención del conde y el resto de sus hombres, alertados por los gritos del segundo rapaz violado y de Rui, así como por el sonido seco y silbante de los correazos que le endiñaban a Sergo.


Y al lado del mancebo y el otro mozo y puesto a cuatro patas, Rui recibía en el ojete ardido los cuidados de Ramiro con un toque de delicadeza inusual hasta entonces entre los dos.

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